lunes, 25 de mayo de 2020

La vida no cambia por casualidad

El 9/11 fue uno de esos puntos de inflexión, el SIDA otro y el COVID-19 será el tercero de muchos cambios

Hace tiempo, durante una reunión en Washington, alguien me dijo que nuestra generación se había adaptado a más cambios que ninguna otra en la historia de la humanidad. Me pareció un tanto exagerado en aquel entonces, pero, en la medida que he reflexionado, he encontrado acertada la afirmación.
Llevaba razón aquel personaje que, como yo, no tuvo teléfono ni televisión en casa hasta la adolescencia o, de joven, vio en directo como el hombre ponía el pie en la luna. Más tarde, aparecieron los relojes digitales con números rojos y con ellos encandilamos a nuestros progenitores que giraban la corona para darle cuerda a los suyos. Nos distraíamos con una radio de transistores y, los más pudientes, con un tocadiscos en el que había que seleccionar 45 o 33 rpm para que sonarán los vinilos que, cuando se rayaban, mantenían por varios segundos un repetitivo son que cambiábamos con un manotazo a la estructura del cacharro. Luego, llegó el video -que nunca mato a la estrella de la radio- y el radiocasete que promovió una habilidad sorprendente para rebobinar cintas con un lapicero o recomponerlas cuando se atoraban. Después el CD, el discman, el celular, el IPod, …. 
Casi con treinta años, disfrutamos de las máquinas de escribir eléctricas y luego de las computadoras, aunque las primeras había que programarlas -Spectrum y luego Commodore- y servían poco más que para escribir textos y jugar. Y así surgieron los distintos programas, sistemas operativos, teléfonos portátiles, juegos virtuales, teléfonos inteligentes y toda la tecnología disponibles que hace que el Waze nos lleve a cualquier parte sin pensar, el Zoom nos una en la distancia o podamos transferir dinero de un lugar a otro con una aplicación a la que ingresas por medio de identificación facial.
Llevaba razón aquel paraguayo en su afirmación. Nos hemos ido adaptando a la tecnología y a los inventos surgidos y hemos hecho el mayor esfuerzo en la historia de la humanidad. No todos, algunos se quedaron en el camino y el teléfono inteligente es demasiado para ellos o incluso el Power Point. Recuerdo a un compañero de trabajo que, con un lápiz de aquellos con el borrador en uno de sus extremos, decía siempre con sorna: este es mi WordPerfect -refiriéndose al programa de computación más popular utilizado en la época- y señalaba la mina del lápiz cuando decía “Word” y el borrador al referirse a “Perfect”. Definitivamente se quedó con el lapicero; el computador nunca fue su fuerte.
También nos hemos adaptado a otras cosas: modas en el vestir, carros con aíre acondicionado o que parquean solos, formas de vivir, etc., como consecuencia de hechos o cambios en el tiempo. El 9/11 fue uno de esos puntos de inflexión, el SIDA otro y el COVID-19 será el tercero de muchos cambios. El primero, modificó el tema de la seguridad; el segundo la relaciones sexuales y el tercero, seguramente, incidirá en las relación personales y en las medidas de higiene, entre otras cosas.
No hay nada permanente excepto el cambio. Creo que mi generación -como otras- ha tenido que adaptarse y pasar de una mente no tecnológica, producto de nuestro tiempo y de la educación recibida, a otra capaz de utilizar y entender nuevas herramientas y situaciones, aunque sin alcanzar esas condiciones que tienen nuestros hijos y no digamos nietos.
En todo caso lo hicimos y demostramos que eres tan joven como la última vez que cambiaste tu mente y somos un ejemplo para los cambios que se vienen y deberemos enfrentar, porque el cambio no solo es probable, es inevitable.

lunes, 18 de mayo de 2020

En trapos de cucaracha

El problema que no es mío, simplemente no existe. La desnutrición y la violencia infantil es el mejor ejemplo.

Las organizaciones se ponen a prueba en momentos difíciles. El Estado, como organización político-social, muestra realmente para qué sirve y qué tan eficaz es justamente cuando la ciudadanía requiere de las instituciones que lo integran. Sin embargo, en la mayoría de los países del mundo, los modelos de organización política no han estado a la altura de las exigencias y necesidades durante esta pandemia. En naciones en vías de desarrollo, la debacle está siendo mucho mayor, como también los desengaños.
Después de más de tres décadas de democracia, no hemos sido capaces de conformar instituciones mínimamente útiles. Exigimos al gobernante que no colapse la sanidad, que funcionen las escuelas, que la ayuda social llegue pronta y en cantidad y que la policía sea eficiente, entre otras cosas. Apenas hace un año, teníamos -y consentíamos- el peor gobierno de la historia nacional, y años atrás otros muy cerca en puntaje. Cuando tuvimos que hacer ciertas tareas: implementar una ley de servicio civil, modificar la ley electoral, cambiar la ley de compras, mejorar la elección de jueces o impedir que ciertos sindicatos se lleven cualquier aumento presupuestario, callamos, agachamos la cabeza y nos importó un bledo, en tanto en cuanto el problema no fuera “con nosotros”, y hasta vitoreamos a delincuentes para que llegaran a la presidencia. Quienes estábamos seguros, refugiados en condominios amurallados o viajábamos en vehículo propio, la inseguridad apenas nos importaba; los que disponían de seguro médico privado -políticos y magistrados incluidos- les venía del norte el IGSS, si los hospitales públicos tenían recursos o qué hacían con ellos; pagar un colegio privado impedía ver el estado de las escuelas o la desfachatez en reclamos económicos del sindicato magisterial, y tener una casa propia hacía invisibles a quienes apenas cuentan con cuatro muros y un techo de lámina. En otras palabras: el problema que no es mío, simplemente no existe. La desnutrición y la violencia infantil es el mejor ejemplo.
Los políticos no son diferentes. Disponen de carro, teléfono, secretaria, asesores, antejuicio y seguros pagados con impuestos, así que no tocan esos privilegios ni cambian lo que les funciona. Mantenemos una especie de equilibrio repugnante mientras, bajo nuestros pies, decenas de personas son asesinadas, violadas o mueren por desnutrición diariamente. La pandemia ha equilibrado la balanza -espero que lo suficiente- y ahora nos quejarnos de casi todo, porque nos afecta.
Padecemos las consecuencias de no habernos preocupado de que los funcionarios sean los mejores y no cuates de quienes llegan al poder, que los maestros tengan capacidad y medios para impartir clases virtuales y no dejen a nuestros hijos encerrados sin alternativas o que los hospitales públicos cuenten con un espacio por si tengo que ingresar, o me llevan sin permiso. Observamos como el 70% de la población está en la informalidad -no tributa plenamente- y es imposible de identificar. No sabemos quienes son porque prefirieron estar fuera de la legalidad y ser anónimos ciudadanos, imposibles de detectar y ayudar. Vemos el peligro de cerca, cosa que antes ignorábamos, aunque a poquito que hubiésemos prestado atención, nos habríamos dado cuenta, pero ¡para qué perder el tiempo! 

Tenemos un Estado mal organizado y, consecuentemente, inoperativo e incapaz. No es siempre culpa de los políticos, como solemos acusar para limpiar nuestra conciencia, sino de una sociedad indolente que no ha estado dispuesta a poner sobre la mesa voluntad, tesón, coraje, decisión, sacrificio, decencia y muchos bemoles ¡Estamos como estamos -en trapos de cucaracha-, porque somos como somos!, y tenemos poco remedio y mala solución, así que dejemos las autoalabanzas y seamos realistas por una vez.

lunes, 11 de mayo de 2020

Medios de comunicación y financiamiento


Lo que un medio nunca debe hacer es amarrar su editorial o discusión a las exigencias de quienes se publicitan en él


De vez en cuando se dejan ver campañas de desprestigio contra quienes ejercemos el periodismo o gestionamos medios de comunicación. Los señalamientos pretenden una única cosa: limitar o anular la libertad de expresión y utilizan el miedo, el insulto, la descalificación, el montaje de imágenes o abiertas falsedades. Personajes anónimos o visibles, multiplican intencionadamente en redes ciertos rumores o lo hacen sin analizarlos y comprobar la veracidad de aquellos. No deja de ser la adaptación al siglo XXI de aquel grito medieval de “a la hoguera” o “que lo quemen”, producto de un linchamiento moral interesadamente promovido  utilizando la ignorancia y el analfabetismo digital de muchos.
Detrás de esas campañas suele haber políticos inescrupulosos que no quieren que sus barrabasadas sean publicadas o delincuentes de cuello blanco que pretenden amedrentar, y utilizan parte del dinero robado para promover este tipo de acciones a través de barriobajeros y mareros de redes, cada vez más conocidos. En el fondo, cuestionan, errónea y manipuladoramente, que cuando en un medio se difunde cierta publicidad está necesariamente condicionado por ello, y se limita en comentarios negativos hacia quienes se anuncian. Aquellos que contemplan el dinero pagado en publicidad como un demonio, desprecian a una audiencia mayoritaria y fiel que es capaz de determinar si aquel observa principios y valores deontológicos que lo hacen fiable, al margen de acusaciones interesadas o puntuales de quienes desean desprestigiarlo por intereses ocultos. No obstante, ponen sobre la mesa un debate válido, tal cual es cómo deben financiarse los medios de comunicación, pero desde un punto de vista manipulador y coercitivo.
Un medio -casi todos- es un modelo de negocio que se alimenta de sus anunciantes. Por tanto, sin publicidad, no hay medios financiados por clientes y queda únicamente otro modelo: el financiado por una o varias entidades o personas. Este último caso incluye aquellos medios -hoy desaparecidos- que creo en su momento Baldizón, con el fin de denigrar a quien se le atravesaba y contar con un sistema para mentir a discreción e ingresar dinero público si llegaba al poder.
Lo que un medio nunca debe hacer es amarrar su editorial o discusión a las exigencias de quienes se publicitan en él o son sus financistas. Esta independencia, y no otra, es la clave de la credibilidad, a la que se une la pluralidad y la transparencia. No se puede negar que haya personas o publicaciones que difunden aquello que decide quien paga, tal cual hay abogados de “único cliente” adscrito al crimen organizado o al narcotráfico. Es más, hay quienes pagan para que justamente se publique lo que ellos desean, sin contraste, análisis ni búsqueda de la verdad, y eso es lo condenable. Quienes orquestan campaña de desprestigio actúan exactamente como pretenden señalar de quienes critican. Son pagados para poner falsedades, medias verdades o montajes, y suelen acusar a los señalados de “faferos”, acción que justamente ellos realizan, desde el anonimato o perfiles falsos creados expresamente para tal fin.

Vivimos en tiempos de tecnología y prisa en los que muchos creen que todo lo que se publica es cierto y ceden su razón y criterio, sin advertir -aunque con poco esfuerzo pueden hacerlo- que son utilizados, manipulados e incorporados a un circulo vicioso. Las redes nos exigen ser más cautos y estar mucho mejor informados, justamente para salvaguardarnos de quienes pretenden confundir. Si quiere ser libre y aportar al debate, promueva medios creíbles y confiables, y cuestione o rechace fuentes anónimas, desconocidas y no identificadas. De lo contrario, estará siendo cómplice de oscuras intenciones o lo estarán utilizando.

lunes, 4 de mayo de 2020

Liberalismo en tiempo de crisis

No hay leyes que puedan aplicarse cuando no existe nada que repartir, y lo único válido es el acuerdo voluntario


Cuando la pandemia que sufrimos tomó dimensiones catastróficas, se alzaron voces de alabanza a los Estados interventores que habían consolidado un sistema público de salud. Pero, a medida que la enfermedad avanzó, la mayor parte de aquellos países fueron superados en sus capacidades. Otros, mucho más débiles en intervención estatal -en Centroamérica hay ejemplos- resultaron más exitosos en controlar la enfermedad, y entonces se acallaron las voces que promovían la necesidad de un Estado más grande para hacer frente a situaciones de crisis.
En lo que respecta a cuestiones relacionadas con las finanzas públicas, también se ha vivido un interesante debate en la Unión Europea sobre la millonaria inversión que quieren hacer algunos países manirrotos para reactivar la economía -España, Italia y Portugal- frente a la mesura de otros -Alemania y Países Bajos-. Estos últimos -endeudados en torno al 50% de su PIB- reclaman a aquellos otros -cuya deuda pública supera el 100% del PIB- que si hubiesen ahorrado y no gastado alegremente, no estarían ahora en situación financiera tan delicada. El ahorro y el gasto público contenido se muestran esenciales, y las formas de acumular capital para invertir y enfrentar situaciones de crisis.
En lo que respecta al trabajo, también los principios liberales ofrecen una lección. Muchos gobiernos han intentado -nada exitosamente, por cierto- normar la regulación del empleo, sin advertir que la producción está detenida. La única solución posible ha sido el común acuerdo entre trabajadores y empresarios para hacer frente a la compleja situación. No hay leyes que puedan aplicarse cuando no existe nada que repartir, y lo único válido es el acuerdo voluntario entre las partes con las mejores condiciones posibles para ambas, en función del escenario de cada empresa. Es decir: el libre contrato y arreglo entre trabajador y empresario, y no el corsé de la legislación laboral o la fijación salarial por ley.
Otra cuestión evidenciada es que la riqueza no es una suma cero, como muchos equivocadamente piensan, y que se puede perseguir crearla con ahínco y no repartir la existente. Muchas empresas han creado nuevos puestos de trabajo y otras, con servicios a domicilio o expendeduría de productos por internet -Amazon es un ejemplo-, han creado puestos de trabajo, promovido nuevas dinámicas o potenciado las que tenían. Tiendas de venta de ciertos productos, han cambiado sus anaqueles por otros de primera necesidad, al fin y al cabo lo que se demandaba, y no han dejado de tener actividad económica. El teletrabajo, como una forma nueva o más extendida de producir, ha sido otra realidad durante esta pandemia. El empleo a tiempo parcial y desde casa, tan desestimado por sindicalistas tradicionales o ideologías intervencionistas, ha encontrado un espacio de desarrollo sin oposición de nadie, sobre todo ahora que se ha entendido mejor que una empresa no está compuesta de malvados empresarios y sumisos trabajadores, sino de un grupo de personas cuyo objetivo es el crecimiento económico y personal a través del desarrollo eficiente de una determinada actividad. Finalmente, la creatividad y la tecnología -zoom, por ejemplo- han permitido generar riqueza y nuevas formas de interacción y de modelo de negocio.

Una lección de vida sobre principios liberales que demuestran que la capacidad individual, el ahorro, la creación de riqueza, el libre contrato entre las partes y la menor intervención estatal son pilares fundamentes en tiempos de crisis y, por extensión, en cualquier situación. Momentos para aprender de esta pandemia y promover la responsabilidad individual y no tanto el caudillismo, la intervención estatal o el asistencialismo permanente. Y es que falta mucha más fe en el ser humano libre y responsable.