Digámoslo claro y abiertamente: creemos nuestras propias fantasías, lo que puede ser otro síntoma de adicción no superada
Ha transcurrido medio año de este 2021. Aquellas buenas intenciones de hace seis meses -o las de hace año y medio- parecieran haberse quedado atrás, como siempre. Deseamos que las cosas ocurran pero no ponemos mucho de nuestra parte y, al igual que cuando se tiene una adicción, es preciso reconocerla antes de comenzar a combatirla.
Un semestre más escuchando quejas sin que se levante la voz interior y personal del cambio. Suplicamos permanentemente que otros vengan a transformar lo que uno mismo no está dispuesto a hacer, y escondemos la cara porque nos refugiamos en un miedo histórico para no asumir la responsabilidad que nos corresponde. Ocurre en sociedades en las que no hay una marcada lucha por su independencia.
Hace dos siglos cambio el sistema pero no la idiosincrasia, y seguimos con el complejo de supeditación al poder que nos dejamos imponer, cuando no colaboramos para que eso ocurra. Desde pequeños, entonamos frecuentemente el himno repleto de frases grandilocuentes de hechos por suceder: “..., si mañana tu suelo sagrado…”, lo que quizá nos sirve para hacernos creer que peleamos, luchamos y seremos capaces de hacerlo algún día. Destacamos una independencia “sin choque sangriento”, pero también sin saber quienes fueron aquellos que “lucharon un día encendidos en patrio ardimiento…”. Digámoslo claro y abiertamente: creemos nuestras propias fantasías, lo que puede ser otro síntoma de adicción no superada.
Hemos construido -o dejado construir- un sistema ineficiente en todo. Nada funciona en el país, salvo aquello que individualmente algunas personas acometen, con muchísimo éxito por cierto, lo que denota capacidad y creatividad. Como sociedad, en cambio, somos un subrayado fracaso. No nos funciona el sistema de salud, tampoco el de educación, el de justicia, el de pensiones, los pasaportes, las aduanas…, y así podemos continuar con el resto, aunque seguimos soñando desde las nubes a donde diariamente nos lleva el cóndor y el águila real, sin que nos acordemos de bajar de ahí y poner los pies en el realismo de la tierra.
Las veces que recordamos avances significativos en el país ha sido de la mano de un dictador, no en vano los recuerdos de Ubico y de Ríos Montt están en la genética de muchas generaciones que aplauden aquellos gestos, o en una inacabada “revolución del 44” que muchos presentan como la panacea nacional, sin advertir que siempre fueron los mismos quienes estuvieron detrás de los hilos que mueve este país cual marioneta del destino.
Nada cambiará, hasta que cada uno cambie. No podemos seguir asumiendo que hay que tener amigos para encontrar un trabajo ni que un cuate debe darme la cola que por no ser puntual y llegar tarde me sitúa al final de la misma. No deberíamos continuar buscando al sindicato magisterial, al de salud o al de puertos para poder optar a una plaza de trabajo, ni hipotecar varios salarios con personajes oscuros que manejan el mercado laboral público. Tampoco dejar de confrontar ciertas situaciones sobre la base de un miedo hipotético que sirve de excusa e impide revelar a quienes depredan los recursos públicos y hacen negocios espurios con las medicinas, los libros o los alimentos, lo que condena a muerte a muchas personas.
En un nuevo aniversario de la revolución liberal, que tampoco cambió las cosas de fondo en el país -aunque mostró una cara nueva en cuestiones de formas e importó novedades para la época- es hora de sentarse en el circulo de la verdad y confesar abiertamente: “Hola, me llamo Guatemala y soy un desastre”, y afrontar un problema histórico suficientemente diagnosticado que nos mata silenciosamente.