Antes de publicarlas, envío mis columnas a un grupo de amigos para pedirles opinión. Los comentarios más habituales son dos: es muy directa o contiene palabras duras o malsonantes. Estamos habituados a no hablar francamente. Divagamos -demasiado en ocasiones- para decir algo que no emplearía más de una sencilla frase. Introducimos el saludo y preguntamos por la familia, el trabajo o la vida, antes de abordar el argumento principal. Las compañías telefónicas que lo saben, hacen negocio a costa de quienes chachalaquean demasiado, superflua o inútilmente. Rara vez llamamos caradura o sinvergüenza a quien se lo merece o mandamos al carajo al que se gana a pulso tal afrenta. Pedimos permiso más que perdón y muchos se aprovechan a sabiendas que jamás diremos las verdades de frente, en la cara y categóricamente.
Asociado a lo anterior unimos el concepto maleable de “malas palabras”. Las palabras no son ni buenas ni malas, simplemente tienen el significado convenido. Es posible que el tono, las circunstancias o el contexto en qué se emitan les impriman un determinado plus, pero no más. Se forjaron e incluyeron en el vocabulario porque eran necesarias para poder describir o precisar ciertas situaciones. Así, al majadero sólo se le puede nombrar de esa forma y al estúpido de esta otra, además de los correspondientes sinónimos que están para cuando la actitud de aquellos es contumaz y nos cansamos de estar refrendando frecuentemente el mismo calificativo. La puta es ramera o meretriz y el culo se ha venido en denominar trasero, aunque algunos pusilánimes han decidido hablar de nalgas por la alergia que les produce aquel apelativo. En determinados lugares, el culantro se denomina cilantro porque tal cual comienza ya es difícil designarlo y hasta los frailes que venían con Cortes, en relato de Francisco Pérez de Antón, denominaron cursimente a los aguacates fruta de San Jerónimo, antes que usar otro nombre sinónimo de la glándula masculina de su origen náhuatl.
Conformamos una sociedad farsante y asustadiza que prefiere los giros vagos e imprecisos a las expresiones concretas y claras. Nos provocan europeos y norteamericanos porque dicen “qué”, en lugar de ¡qué manda!, o “no” en vez de ¡no gracias!, mientras gastamos gran cantidad de energía en eso que sutilmente hemos convenido en denominar educación, sin diferenciarla muy bien de la hipocresía, del disimulo o del cantinfleo que suele ser lo común. Los eventos públicos son eternos en agradecimientos, hastiados saludos a personalidades y un sinfín de protocolo que lejos de ensalzar la actividad la hacen cansada y aburrida. Los discursos se eternizan o se vuelven góticos hasta el hartazgo y cualquier evento es bueno o malo “al peso”, es decir, en función de lo que dura y de las “soberbias” intervenciones que incluye, aunque no digan nada o repitan lo de siempre. Socialmente promovemos la retórica pomposa vacía de contenido y el discurso grandilocuente y huero. El mejor reflejo de todo esto, pero no el único, es la política, donde no hay arenga que no aluda a “la necesidad de emprender significativos cambios estructurales que posibiliten el consenso y coadyuven a reducir la deuda social que permea el imaginario de una nación castigada por la historia y el abuso de poder, especialmente sobre las clases más oprimidas y marginales” ¡Ops! Eso se llama majadería, está en el diccionario, y a quienes lo manifiestan tardos, que también figura en el mismo texto gramatical. Propósito para 2011: hablemos directo y claro ¡Cojones con las sandeces!
simplemente Excelente!
ResponderEliminarTotalmente de acuerdo, actualmente vivimos en un ambiente de hipocresía al hablar, está mal visto usar una expresión considerada como vulgar mientras está bien llamar "amigo/a" a alguien para después hablar mal de esta persona a sus espaldas.
ResponderEliminarSaludos,y viva la comunicación directa y efectiva.