"La vocación del político de carrera es hacer de
cada solución un problema"
A poco que esté activo en redes
sociales, comprobará que quedan pocos epítetos por utilizar -al menos decentes-
aplicables a los diputados. Se les ha dicho de todo, y con razón en la mayoría
de las ocasiones. El cuero curtido de esos padres de la patria -¿quién carajo
los denominaría así?- los protege y mantiene incólumes e impolutos.
No digo que la situación en el
Congreso sea “extrema”, pero si es asombrosa y peculiar. Un expresidente
-Rabbe- huido o voluntariamente exiliado, pero en busca y captura por sus pares
y además pronto por la justicia; un nuevo diputado -Melgar Padilla- que sustituye
a otro que renunció por “ordenes superiores” y dejó el espacio a quien busca
inmunidad y cobrar el “ad honorem asesoramiento” al Presidente; un denunciado -Hernández-
por discriminación de una “compañera” de bancada que nos salió gritona y algo déspota.
Eso sin citar a quienes están pendientes de antejuicio, los que estorban más
que ayudan y otras insignes joyitas que conforman un vergonzoso espectáculo
pagado por ciudadanos adormecidos y quejosos.
Otros, no menos peculiares, presentan
una moción para sacar del país de “urgencia nacional” a los extranjeros que se
inmiscuyan -de cualquier forma- en la política nacional. Desean evitar que se
señale lo evidente: somos un país políticamente tercermundista. Pretender que
la comunidad internacional, los USA, la CICIG o no importa quien, nos tome en
serio, es pedir demasiado. Políticamente hablando no damos la talla -en un
marco de democracia moderna- y es imposible que alguien pueda pensar que tendrá
un interlocutor político mediadamente preparado, capacitado y hasta decoroso
para debatir -palabra desconocida por muchos honorables- cualquier tema básico,
no digamos de trascendencia.
Como el vocablo vergüenza no es
muy entendido por allá, emplearlo no sirve. Mejor usar abiertamente el de “sinvergüenza”
que pareciera un título -a modo de esos aristocráticos que conceden las
monarquías- que habría que irle endilgando a la mayoría de los 158 “espartanos
del tortrix” que diariamente nos aterran con sus ocurrencias.
Aquello de dignificar el
Congreso fue una broma pesada que alguien propuso como inalcanzable objetivo.
Comenzamos mal en enero y vamos peor en agosto, sin que se vislumbre un
horizonte mediamente decente siquiera en el largo plazo. No es de extrañar -aunque
al Presidente Morales se le olvide o lo niegue- el ultimátum que puso sobre la
mesa quien decide muchas cosas en el país: “o los saca usted o los procesamos aún
ocupando cargos públicos”.
La nueva Ley Electoral y de
Partidos Políticos debería de centrarse en evitar que se repita ese espectáculo
bochornoso, deleznable, pueril e infame producto de actuaciones de ciertos congresistas.
Los ciudadanos tenemos el derecho de exigir y dejar de pagar un buen salario a
quienes no tienen la preparación ni la voluntad para dirigir el país con un
mínimo de dignidad, y buen hacer. Hablar de reducir la violencia, fomentar la
seguridad o de la reforma fiscal -incluso de otras cuestiones- termina
frecuentemente en un callejón sin salida que impide el avance, porque ese grupo
mezquino de diputados ruines sigue imponiendo su agenda de resaca, de turbios
intereses personales o de malas prácticas no superadas. El debate ciudadano, activado
en aquel abril de 2015, no ha vuelto a poner en el punto de mira el auténtico
problema del país: El Congreso de la República y sus integrantes. A la fecha, además
de no arreglar casi nada seguimos siendo el hazmerreir de un mundo avanzado al
que nunca perteneceremos por falta de decisión y de coraje.