¡Que vengan muchas élites que traigan innovación,
inversión y empleo!
La hipótesis de los autores del libro “Por qué fracasan los países” -regalo de
un amigo que leo vorazmente- es que en estados sin institucionalidad y
corruptos las personas no pueden utilizar su talento, ambición, ingenio y
capacidad y, consecuentemente, el desarrollo es lento, imperceptible e
inaceptable. Culpan los autores -propuesta que comparto- a ciertas élites que
se apoderan del poder y promueven una dinámica de ambición personal que enriquece
a unos pocos, mientras empobrecen al resto, lo que genera, además, desigualdad.
Esos países fracasados se pueden agrupar en
dos bloques. Uno, dictaduras y regímenes autoritarios como Venezuela, Cuba o
Corea del Norte, amén de muchos africanos. En ellos, élites usurpadoras del
poder se enriquecen y manejan los asuntos públicos a discreción, con desprecio
del estado de derecho e inobservancia de los derechos individuales. Otro,
aquellos que cuentan con una democracia aparente y formal. Un estado de
legalidad, normado y normativo, pero en modo alguno con leyes generales,
universales y que se cumplen por todos los ciudadanos. Es en este último grupo
que se camuflan muchos países latinoamericanos; Guatemala no es la excepción.
Ciertos personajes han centrado su discurso -que
no cambia al igual que ellos- en la crítica continuada a las “élites económicas
tradicionales”. Olvidan interesadamente élites de poder local que han alentado
intervenciones militares y que Gustavo Porras señala abiertamente como incitadoras
del conflicto en el triangulo ixil. Elites ixiles -¡por supuesto!- que no
querían ver cuestionado su poder. El interior del país está lleno de élites que
imponen normas, justicia, parámetros de conducta, alientan linchamientos y no
permiten movimientos fuera del guión ¿Se ha preguntado usted en qué punto está,
por ejemplo, la revolución juvenil maya? ¿Existe siquiera o es acallada porque
no permiten argumentos diferentes al de las élites comunitarias tradicionales?
Más modernamente, élites políticas como la de
los Barquín, Loaizas, Baldizones, Arzús, Taracenas, Bac, Villates, Colom,
Riveras, etc., asaltaron el estado. Si “la Línea” sorprendió, la estafa del
IGSS alarmó, la “Cooperacha” indignó y la millonaria subvención al transporte
públicos abrumó, todavía queda capacidad para soportar las coimas millonarias
que pagó la empresa Odebrecht y así olvidarnos de todo lo anterior. No son, sin
embargo, las únicas. Proliferan élites ecologistas que deciden cuándo y a quiénes
permiten construir hidroeléctricas o explotar recursos naturales; élites
sindicales que paralizan el país y chantajean anualmente con bonos cuyos
nombres darían risa sino fuera por el alto costo que representan; élites de
opinión que determinan qué posicionar como noticia o usan los medios como arma
y chantaje; élites de cambio forzado que ignoran la democracia como sistema de
toma de decisiones y el estado de derecho como norte; élites jurídicas que inundan
con antojadizas normas positivas queriendo cambiar el sistema para adaptarlo a
su conveniencia; élites oenegeras y
de funcionarios internacionales que imponen su agenda ideológica de forma que
parezca políticamente correcta; elite religiosas que determinan el bien y el
mal, mientras los asaltan… ¡Claro que la
élites impiden el desarrollo!, pero de todas ellas únicamente hay un grupo que
lo genera: las élites económicas -las criticadas- que crean puestos de trabajo
y riqueza.
Oído al dato: “Los países pobres lo son porque quienes tienen el poder toman
decisiones que crean pobreza”. Feliz 2017 y que vengan muchas élites que traigan
innovación, inversión y empleo y no consumidoras de recursos que nos anclan en
la miseria. Esas y sus objetivos extractivos, realmente sobran en el país.