La privatización o concesión de ciertos sectores consigue reducir precios e incrementar la calidad
Las empresas privadas exitosas lo son porque además de eficaces son eficientes. En
cualquier negocio, los
beneficios económicos, producto de una buena gestión empresarial, constituyen el principal estimulo para
continuar. Sin son escasos, reducen el interés; las perdidas lo hacen
insostenible; no proveer un buen
servicio -bien recibido por los consumidores- o no hacerlo al mejor precio
posible, hace que el negocio quiebra inevitablemente en el corto plazo.
La gestión de lo público -contrariamente a lo privado- no genera normalmente utilidades. El burócrata gestor -independientemente de la gestión que haga- no cuenta con el aliciente de
ganar más porque tiene un
salario predeterminado y, consecuentemente, la
búsqueda de la eficiencia no suele estar entre sus objetivos. Respecto
a la eficacia -caso de un servicio público monopólico-
puede que tampoco la persiga ya que el cliente (ciudadano) deberá necesariamente que
remitirse al único servicio existente: el estatal. La USAC o el IGSS, son ejemplos
nacionales que muestran lo dicho.
Entre las
dos opciones citadas, existe un modelo intermedio: la gestión publico-privada, en
la que el Estado privatiza o, junto con la empresa, gestiona diferentes partes de un todo. En esos
casos se concesionan ciertos servicios a lo privado y se dejan otros a lo público.
Además de
la rentabilidad económica, puede haber, en ambos sectores, otras motivaciones: voluntad de servicio,
cumplimiento del trabajo, satisfacción propia e incluso ascensos o mejoras. En la medida que se exige y los estímulos se incrementan se puede hablar, en el sector
público, de funcionario más
competente, dedicado,
probo, etc., aunque nunca existirá el ánimo de lucro y el reparto de beneficio que siempre es
un horizonte superior en el
negocio privado. Ese
inexistente objetivo en lo público -el lucro- es una
diferencia sustantiva que hace que la gestión tienda
a ser siempre mejor -al
tener más alicientes- en lo privado y que un restaurante,
un hospital, un servicio de transporte, etc., gestionado privadamente sea
sustancialmente mejor que uno público, la experiencia lo
demuestra y es un hecho generalizado con escasas excepciones.
Por
tanto, la discusión sobre privatización -o concesión- de ciertos servicios debería partir de ese marco
conceptual perceptible y buscar permanentemente la
reducción de costos y la mejora de la calidad. Una
línea aérea nacional, por ejemplo, suele tener un precio fijo y una atención que difícilmente mejora si no
hay competencia o se gestiona
de forma privada; el
servicio público de transporte, entre otros, tiene
perdidas por la inexistente gestión
económica y se presta sin ajustarlo al costo real. La privatización o la concesión -no la mercantilización- de ciertos sectores consigue siempre reducir precios
e incrementar la calidad, de lo contrario deberán cerrar por ser mejor la competencia. Sostener
conceptualmente otro argumento es apoyarlo en una ciega
base ideología sin
racionalidad ni cálculo económico.
Muchos
estatistas convencidos citan
ejemplos de servicios públicos que “funcionan” en países desarrollados, y llevan razón. Son eficaces porque satisfacen la demanda ciudadana, pero en modo alguno
está demostrado -porque no hay estudios- que sean eficientes, es decir se presten el mínimo costo. El motivo: no hay gestión económica con ánimo de lucro y de esa forma nadie gestiona de forma que se mejoren los
números fiscales ni muchos menos la demanda
ciudadana.
Ahora que el debate se reactiva, piense en todo esto antes de decidir ciegamente. Podemos seguir con servicios
públicos de tercera o
dar un paso gigantesco, pero no alegar ignorancia de cómo se pueden mejorar las
cosas.