A ciertas
sociedades en conflicto les resulta difícil superar momentos históricos
complejos
El asunto de las “ejecuciones extrajudiciales”, ocurridas hace más de
una década y desempolvadas la pasada semana por el MP/CICIG, ha generado una
sórdida guerra fría, un silencio ensordecedor con impacto local e internacional.
Es difícil abordar el análisis sin ser percibido como defensor o acusador -a
favor o en contra- según el “bando” de quien lo interprete, si es que existen tales
grupos. El debate se mantiene en un disimulado equilibrio inestable mientras se
esgrimen variados argumentos que pueden colocarse en ambos platillos de una
imaginaria balanza.
Hay quienes consideran que el señalamiento no ha lugar porque el
delito del que se acusa es materia juzgada y no puede perseguirse de nuevo, y
están los que identifican aportes que no habían sido judicializados con
anterioridad y estiman que existe causa penal. También quienes argumentan que la
persecución no es tardía porque los delitos de lesa humanidad no prescriben, aunque
en su momento con el genocidio reprocharon justamente el retraso interesado por
años, y aquellos otros que se preguntan por qué no denunciaron esos delitos en 2007
si desde entonces existen los testigos y los peritajes forenses. Algunos avivan
la tesis de que, como hay una persecución contra CICIG por parte de ciertos sectores
y del gobierno, el caso aparece justamente en una coyuntura que viene a politizar
la justicia para obtener ventaja; otros, sin embargo, aducen que en justicia no
hay momentos. Encontrará seguramente más razones para poner en cualquiera de
los platillos de esa balanza ficticia. De una parte, pareciera que hay una explicación
injustificable, de la otra se aprecia una justificación inexplicable, todo en un
contexto difícil de interpretar, digerir y asimilar. La coyuntura, además,
genera más preguntas que respuestas y excita los ánimos ¿Quién tiene la razón
en todo esto? ¿O habría que preguntarse: cuánto de razón tiene cada quien?
No nos rasguemos las vestiduras, aunque percibamos motivos aparentes para
ello. Osama Bin Laden fue vaporizado por los USA al mejor estilo orwelliano, el
gobierno ruso intentó asesinar al espía Serguei Skripal en Londres y el
periodista Khashoggi estrangulado, descuartizado y desaparecido en el consulado
saudí en Estambul, amén de otros casos. Si en Guatemala se hiciera una consulta
sobre la aceptación de la denominada “limpieza social” puede que el resultado
sorprenda ¡No nos engañemos! Es la contraposición entre violencia y autoridad
descrita por Michael Oakeshott en “Lecciones de historia del pensamiento
político”, quien agrega: “nada de lo que
los hombres han pensado o hecho será inteligible si no es tomado en su propio
contexto y bajo sus circunstancias”. No justifico conductas pero diferentes
países han tolerado actuaciones que se consideraron “aceptables” frente a
situaciones especiales de inseguridad. Duro de entender, fácil de explicar y
real como la vida misma.
A ciertas sociedades de postconflicto les resulta difícil superar
momentos históricos complejos. Se ha
propuesto como “solución” el olvido -borrón y cuenta nueva-, leyes de
punto final, leyes de memoria histórica o justicia transicional, todas cargadas
de la parcialidad propia de quienes lideran los procesos porque las rencillas o
las injusticias permanecen por generaciones y peor aún, son tomadas como
bandera de lucha por muchos que no vivieron aquellos instantes pero impregnan
el problema de emotividad y pasión más que de razón y conocimiento, lo que
genera más tensión. Dicho lo anterior, me
quedo con la mitad -y solamente la mitad- de la frase atribuida al militar y
condestable francés -siglo XIV- Bertrand du Guesclin, y modifico la segunda
parte como sigue: “No quito ni pongo rey, pero me preocupa lo que pasa y el
impacto que tiene”.
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