La
confrontación está asegurada al transmitir rechazo, odio, ardor o desprecio a las generaciones venideras
La firma de la paz debió ser el fin del conflicto armado interno. Años
después, sin embargo, se inició una persecución judicial contra acusados de
cometer delitos de lesa humanidad. Es evidente, racional y lógico que quienes suscribieron
la paz entendieron el proceso como el final a toda confrontación armada,
judicial, ideológica y personal, porque de lo contrario no la habría firmado.
No podía ser de otra forma, aunque realmente no haya sido así.
El inicio de juicios contra militares -alguno esporádico hubo contra
miembros de la guerrilla- abrió una caja de pandora cuyas ondas todavía
aturden. El famoso caso de genocidio -y otros- contaminó y exaltó el ambiente
porque vulneró aquel pacto firmado con la esperanza de que el conflicto concluyera.
El encarcelamiento de veteranos militares de avanzada edad, además de
transmitir una penosa imagen sobre la detención preventiva, desgasta y, por
supuesto, indigna a la institución militar y a sus integrantes que obedecieron
al poder constituido y ahora sufren persecución y enjuiciamiento de algunos de
sus integrantes por estar en la cadena de mando, incluso sin ser autores materiales
de acciones criminales. Del otro lado, hay que entender el pesar de quienes
perdieron a seres queridos porque fueron ejecutados, torturados, secuestrados o
desaparecidos y desean justicia, venganza o resarcimiento ¡No importa!, están
en su derecho de sentirse igualmente indignados y reclamar lo que consideran “reparador”
en función del dolor que llevan consigo.
Difícil entenderlos si no se pertenece a alguno de los grupos a los
que hay que añadir aquellos que sin militar ideológicamente, sufrieron las
consecuencias directas o indirectas de cualquier de los dos bandos o tuvieron
que salir del país por seguridad. La supuesta paz, firmada hace años, no ha
llegado aún y entre reproches, acusaciones, juicios, indemnizaciones o búsqueda
de marcos legales de exoneración de responsabilidad, nos hemos adentrado en el
presente siglo sin que la solución aflore. Pero hay algo peor: de seguir así, la
confrontación está asegurada por años al transmitir ese rechazo, odio, ardor o desprecio a las generaciones venideras.
Si se desea que alguien culpable de haber secuestrado, torturado o
asesinado colabore con la justicia, únicamente hay una solución posible: debe
ser perdonado y no encarcelado. Si la parte ofendida quiere conocer el paradero
de sus familiares, debe perdonar o, por el contrario el silencio será lo único
que encuentre como respuesta frente a quien tiene miedo de sufrir represalias.
Si el resarcimiento es un fin perseguido, encontrará igualmente reprobación
general porque quienes deben pagar ni siquiera participaron en los actos. Es
fácil concluir que una ley de reconciliación nacional pasa por perdonar después
de confesar y colaborar para que se resuelva lo que aflige a muchos: ¿dónde
están los desaparecidos?, de otro modo cualquier propuesta no tendrá el éxito
deseado.
Podemos seguir negando la realidad por la que atravesamos, pero no
servirá porque no arreglará el problema, además de dilatarlo eternamente con
pocas esperanzas de búsqueda de la verdad y mucho de odio o venganza. Hacer las
cosas unilateralmente está abocado al fracaso y seguramente generará más
rechazo y provocación porque un conflicto armado afecta a todos -a cada quien a
su manera- y frente al innegable dilema no es posible encontrar una buena
solución aunque la menos mala parece estar clara. El perdón sin colaboración no
es de recibo; la venganza o el interés solo genera rechazo. La virtud, como de
costumbre, suele estar en el medio y aunque visible, pareciera estar difuminada
y oculta para algunos.
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