lunes, 26 de agosto de 2019

Ética y valores: Morales e inmorales

El tribunal perdió una excelente oportunidad para censurar lo que está muy mal hecho y no debe consentirse

La absolución dictada por el tribunal que juzgó al hijo y al hermano del Presidente Morales, por fraude y lavado de dinero, ha generado reacciones contrapuestas. No voy a centrarme en un tema judicial, sujeto de apelación y diversos recursos, que generará seguramente muchos más comentarios. Quiero analizar algunas declaraciones y actitudes que considero debe ser el aprendizaje a extraerse de esta acción de la justicia en modo especial.
Llama la atención la afirmación de Juan Manuel Morales -hijo del Presidente- cuando dice que en este país hay un 60% de economía informal sin facturas y se las pide al otro 40%; qué eso es lo normal y la forma de proceder de “todos”. Esa declaración no es muy diferente de aquella otra de su papá, el Presidente, durante una entrevista en 2017: ”la corrupción es normal”. Tampoco lo es del ejemplo que le da su tío Sammy, al facilitarle facturas de su empresa sabiendo que las iba a utilizar para menesteres distintos al propósito del negocio a que correspondían. Es decir, apoyó, promovió y alentó un engaño, y esta fue la educación y los principios -la moraleja- que transmitió al sobrino adolescente: "no importa mijo, esto se puede hacer por razones económicas, comerciales, de ayuda o incluso altruista, porque no está mal”. Muy equivocado en su actuar el señor Sammy Morales y, sobre todo, irresponsable y mal preceptor de un joven al que debería haber guiado sobre sólidos valores y principios.
Es aquí, justamente, donde me quiero centrar en este asunto. No me importa tanto si el valor de lo defraudado es bajo o insignificante, si son parientes del Presidente, si la pena que se pedía era mucha o poca o la absolución justa o no. Es habitual en los casos judiciales conocidos, encontrar en sus protagonistas una visible ausencia de actitud y comportamiento éticos, por tanto indecente. Pareciera ser que en ciertos contratos, negocios, intercambios, actuaciones de servidores públicos y, en general, en la sociedad, el pillo, el chispudo, el fraudulento, el deshonesto, el inmoral, el pícaro, tienen espacios reservados en la dinámica nacional, y así es enormemente difícil predicar con el ejemplo ¿Cómo educar a las generaciones venideras que ven ese tipo de conductas normales y la forma correcta de progresar económica y socialmente? ¿Cuántos papás educan con el ejemplo de la familia Morales?
El tribunal perdió una excelente oportunidad para decirle al MP que la solicitud de condena era probablemente muy alta, pero también para censurar lo que está muy mal hecho y no debe consentirse, tal y como en solitario manifestó la presidenta y reflejará, probablemente, en su voto disidente.
Se pagan coimas, se acepta la coacción, se promueve el chantaje, hay enriquecimiento con plazas fantasmas, nos conducimos fuera de marcos estándares de valores…, pero proclamamos con frecuencia estar a favor de la lucha contra la corrupción y querer un mejor país, aunque en demasía, practicamos antivalores que nos conducen invariablemente al otro extremo de la prédica ¡Eso, sencillamente, es inaceptable!
Da igual quién investigue o juzgue; quién sea Presidente o Diputado; no importa si la comunidad internacional nos ayuda o qué ONG colabore. Somos nosotros quienes debemos cambiar y arrinconar definitivamente la inmoralidad porque no veo generaciones futuras renovando el país con esta educación anómala que muchos promueven, y que incide en quienes debemos confrontar a nuestros hijos y actuar contracorriente. 
¡Incompleta lección de la justicia! Una oportunidad perdida para hacernos reflexionar desde las instituciones, quizá porque no hay realmente mucha voluntad de cambio ¡Apañados vamos!

lunes, 19 de agosto de 2019

Animosidad que predispone

Seguimos embelesados con lo que pudo ser y no fue e ignoramos la realidad que está a 180 grados

Está demostrado que la política es más visceral que racional. Sin embargo, cuando se trata de elegir a quienes van a dirigir la nación, administrar lo público, gestionar miles de millones y tomar decisiones que nos afectan, la razón debería tener más protagonismo, aunque casi siempre se olvida.
Nos acostumbramos a liderazgos o formas de ser que nos gustan o coinciden con nuestra manera de pensar. Hay quienes prefieren al atrevido, otros al prudente e incluso algunos se decantan por actitudes autoritarias, y también hay espacio para los anárquicos. Y cuando por medio de elecciones democráticas o procedimientos legalmente establecidos se sustituye a la persona que nos gusta, esas emociones se destapan y comienza una irracional persecución o crítica contra quienes son distintos a aquellos que simbolizaban nuestras preferencias. 
Vivimos, por partida doble, uno de esos momentos. Percibo una actitud crítica continuada a la labor del Ministerio Público porque la nueva fiscal general no convoca conferencias de prensa o luce tan mediática como su antecesora, algo que también le sucedió a aquella cuando sustituyó a Paz y Paz y tuvo que superar el momento ya olvidado. Vivimos un proceso de adaptación a nuevas formas y modos pero en lugar de apreciar la eficacia de la labor -a través de los casos que salen a la luz- nos preocupa más la ausencia del ruido de la rueda de prensa, de la presencia en medios de comunicación o extrañamos la sensación de ver a otros esposados, detenidos o perseguidos ¡Nos agrada más el ruido que las nueces! 
Algo similar ocurre con el Presidente electo. Algunos no gustan de sus formas o modos aunque no advertimos que quizá los nuestros no sean muy diferentes. Se ha decidido, democráticamente, a quiénes poner al frente del país en los próximos años y seguramente muchos hubiesen preferido que las cosas sucedieran de otra manera, pero las reglas de juego determinaron lo contrario y hay dos formas de convivir con esa endémica preocupación: aceptar el sistema democrático y sus resultados viendo como optimizarlo -aplicar la razón- o desacreditarlo continuamente con fútiles cuestiones que impiden el avance del país -actuar con emoción-. Pareciera que seguimos embelesados con lo que pudo ser y no fue mientras ignoramos la realidad que está a 180 grados.
En 1975 España era una dictadura; en 1976 una monarquía. Se legalizaron los partidos políticos, entre ellos el comunista y el socialista, y la reacción no se hizo esperar tras 36 años de régimen autoritario. Vencer la inercia no fue fácil y, sin embargo, 15 años después, sobresalían positivamente los indicadores sociales, económicos y políticos. Si aquellos gachupines supieron hacerlo quizá heredamos esa mostrada capacidad o, si rechazamos a los invasores, demostremos que somos capaces de superarlos y hacerlo mucho mejor que ellos.
Estamos en un momento de cambio que la ciudadanía anhelaba y hay una oportunidad para retomar el rumbo de forma correcta; diferente a como se venían haciendo. Es hora de mostrar -y conceder- confianza, de apostar por el desarrollo, por la nueva política. Tiempo de mirar cómo se pueden promover inversiones, generar dinámicas propositiva y alejarse de la crisis. Ello requiere de inteligencia emocional adecuada y reflexión sensata, más allá de continuar con la polarización en la que caímos -o a la que nos llevaron- que ha demostrado no ser útil. Llevamos demasiado tiempo adormilados en un inútil pasado y anclados en confrontaciones permanentes que trascienden generaciones perdidas. Aprovechemos la oportunidad, convoque el nuevo Presidente una mesa de consenso y definamos acuerdos, o demos un paso al lado si carecemos de fuerzas, ganas o confianza.

lunes, 12 de agosto de 2019

Reflexiones políticas caducadas

Erradicamos de nuestra mente el yo responsable y lo sustituimos hábilmente por el tú culpable y menos costoso

Esta semana encontrará decenas de análisis sobre quién ha sido el ganador de la segunda vuelta electoral y sus planes en el futuro próximo. Como la oferta será variada, decidí escribir esta reflexión el domingo temprano y resucitar hoy sentimientos ya extinguidos. Las últimas encuestas señalaban que cualquiera que ganase era mayoritariamente percibido como malo, muy malo o regular, por tanto ¿qué más da quien haya quedado? o ¿acaso eso cambia sustancialmente el penoso panorama nacional?
Lo que ocurre cada cuatro años, durante el proceso electoral, nos es más que una catarsis personal proyectada socialmente. Y es que presiento una tremenda fascinación -próxima al síndrome de Estocolmo- por ese debate en el que siempre concluimos lo mismo: hay que seleccionar al menos malo. Todos los procesos electorales de los últimos años han sido exactamente iguales. Nos quejamos, una vez tras otra, de los malos políticos que tenemos y de la poca oferta aceptable, así que la segunda vuelta termina por ser una disputa para seleccionar entre dos nocivas opciones, cuando no otros calificativos más ponzoñosos. 
En los políticos buscamos personajes que arreglen nuestros defectos, nuestras mañas y manías, los hábitos adquiridos con el tiempo o ese arraigado oportunismo que mostramos con frecuencia. No aceptamos que el problema del país no son aquellos, ni el sector empresarial, ni la clase social, ni siquiera el comunismo, el socialismo o el liberalismo, o la derecha o la izquierda. El problema somos nosotros, las personas, los ciudadanos que no cambiamos porque no estamos dispuestos a aceptar un mundo competitivo en el que ser funcionario sea un mérito demostrado y no por cuello, la fila se respete y el pícaro no tenga esa ventaja que le otorga la impunidad o la fuerza, el bus pare en los lugares que corresponde y no donde le venga en gana, el energúmeno de turno no estacione su carro en línea roja mientras el chofer lo espera mientras bloquea todo el carril, el motorista use impunemente la acera como vía preferente o el contrato con el gobierno se haga con transparencia, sin pagar coimas o por medio de amigos influyentes. Tenemos los políticos que se parecen a nosotros y eso nos lleva a enfrentar una realidad que no reconocemos ni aceptamos, especialmente al vernos reflejados en ellos. Erradicamos de nuestra mente el yo responsable y lo sustituimos hábilmente por el  tú culpable y menos costoso.
De esa cuenta, cada cuatro años, entramos en un proceso de berrinche nacional en el que sometemos al escarnio público a políticos incapaces, inescrupulosos o delincuentes que, por cierto, elegimos con nuestros votos en la urnas no sin quejarnos continuamente de que son ellos, y no nosotros, quienes tienen este país en la ruina. Somos una sociedad -como muchas otras- con un alto grado de hipocresía personal y social y mientras no cambiemos individualmente no hay mucho que hacer. De poco -o de nada- sirve reflexionar sesudamente si no estamos dispuestos a modificar nuestro comportamiento, única forma de dejar a un lado esa monserga justificativa cuatrienal de: quién quedó, por cuánto ganó o qué va hacer en los próximos cuatro años, para volver a retomar la discusión de lo eternamente pendiente -que sigue aplazado- mientras el dinero público es saqueado por unos y otros. No es que no se pueda, es que no se quiere, y seguimos reclamando a otros lo que nos toca hacer a nosotros.
Así que visto el panorama, mejor me despacho esta última reflexión el domingo temprano, sin estar “contaminado”, pero con poca esperanza de que lo que ocurra sirva para cambiar lo sustantivo.
¡Ojalá me equivoque!

lunes, 5 de agosto de 2019

Lecciones pendientes de asimilar

La prohibición de algo no anula la demanda y -en el mercado formal o informal- se genera la oferta necesaria para satisfacerla

Cuando se alinea o sincroniza la oferta con la demanda se optimiza el sistema. Esa normal general aplica a temas que están desde hace tiempo en el debate social: el consumo de alcohol, la prostitución, el juego, las drogas y ahora más recientemente la migración.
En Estados Unidos se prohibió en los años 20 el consumo de alcohol, y se produjeron varios fenómenos: encarecimiento y mala calidad del producto, imposibilidad de reclamar y violencia extrema. Esas características se reproducen exactamente en el resto de temas indicados. La prohibición de algo no anula la demanda y -en el mercado formal o informal- se genera la oferta necesaria para satisfacerla. Si entiende que una normativa no puede evitar el juego o las drogas (Ver: Alberto Benegas Lynch, La Tragedia de la Drogadicción), estará disuadido de promulgarla y buscará otras alternativas. Esa fue la lección aprendida de la famosa Prohibición (Ver: Paul Johnson, Tiempos Modernos), y EE.UU. dio marcha atrás. Legalizó el consumo de alcohol y ahora se puede adquirir libremente por mayores de edad, en ciertos establecimientos y consumirlo en determinados lugares, lo que respeta la libertad individual de elegir y la responsabilidad de asumir las consecuencias correspondientes. Sin embargo, se prohibieron las drogas o se limitó el juego a varios Estados, lo que ha generado exactamente las mismas externalidades negativas que cuando se hizo lo propio con el alcohol. De hecho, EE.UU. está progresivamente legalizando el consumo de marihuana en su territorio y, un día, obligará al mundo -especialmente a la región- a que también lo haga. La diferencia es que ellos estarán preparados para enfrentar el reto -porque llevan años haciéndolo- y el resto estaremos en pañales y sin capacidad de adaptarnos cuando lo exijan. 
EE.UU. es un país altamente consumidor de juego, alcohol, drogas, prostitución y migrantes. Puede emitir leyes que lo prohíban, pero será un fracaso como ya se ha constatado, y servirá únicamente para crear agencias que luchen contra esos flagelos -ICE, DEA…- y gastar miles de millones de dólares que ni siquiera palian el problema. Además, muchos de quienes se forman en esas agencias terminan integrando mafias o pactando con delincuentes. Si EE. UU. quisiera realmente detener la migración es relativamente fácil: sancionen y clausuren la empresas norteamericanas que contraten a migrantes ilegales. De hacerlo así se terminaría el incentivo de migrar, pero seguramente el Presidente que tomará esa decisión saldría de la Casa Blanca al instante y su partido estaría electoralmente arrinconado por años. Es por ello que el costo de la decisión se difiere a la periferia, es decir, a los países que generan los migrantes, al igual que se hace con la droga. Entendamos algo: la cadena productiva norteamericana demanda mano de obra y esa, y no otra, es la razón por la que la oferta se genera en los países más cercanos: los centroamericanos, estimulado todo por las paupérrimas condiciones económico-sociales existentes en ellos.
O formulamos políticas públicas sobre la base de comprender cómo funciona el mercado o de lo contrario seguiremos creando instituciones de gobierno que luchen contra utópicas aspiraciones. Un imposible, tal y como se reconoce en la película de Los Intocables cuando un periodista le pregunta al protagonista: “señor Ness, ¿qué hará usted ahora que se va a legalizar el consumo de alcohol?, e impávido responde: tomarme un whisky.
El estatismo no cuadra con la libertad individual, ni esta con valores anclados en el puritanismo o en decisiones poco afortunadas de políticos extremistas. Aprendamos de la historia. Más sosegada. Más oportuna. Más aleccionadora. Mucho más real y práctica.