lunes, 12 de agosto de 2019

Reflexiones políticas caducadas

Erradicamos de nuestra mente el yo responsable y lo sustituimos hábilmente por el tú culpable y menos costoso

Esta semana encontrará decenas de análisis sobre quién ha sido el ganador de la segunda vuelta electoral y sus planes en el futuro próximo. Como la oferta será variada, decidí escribir esta reflexión el domingo temprano y resucitar hoy sentimientos ya extinguidos. Las últimas encuestas señalaban que cualquiera que ganase era mayoritariamente percibido como malo, muy malo o regular, por tanto ¿qué más da quien haya quedado? o ¿acaso eso cambia sustancialmente el penoso panorama nacional?
Lo que ocurre cada cuatro años, durante el proceso electoral, nos es más que una catarsis personal proyectada socialmente. Y es que presiento una tremenda fascinación -próxima al síndrome de Estocolmo- por ese debate en el que siempre concluimos lo mismo: hay que seleccionar al menos malo. Todos los procesos electorales de los últimos años han sido exactamente iguales. Nos quejamos, una vez tras otra, de los malos políticos que tenemos y de la poca oferta aceptable, así que la segunda vuelta termina por ser una disputa para seleccionar entre dos nocivas opciones, cuando no otros calificativos más ponzoñosos. 
En los políticos buscamos personajes que arreglen nuestros defectos, nuestras mañas y manías, los hábitos adquiridos con el tiempo o ese arraigado oportunismo que mostramos con frecuencia. No aceptamos que el problema del país no son aquellos, ni el sector empresarial, ni la clase social, ni siquiera el comunismo, el socialismo o el liberalismo, o la derecha o la izquierda. El problema somos nosotros, las personas, los ciudadanos que no cambiamos porque no estamos dispuestos a aceptar un mundo competitivo en el que ser funcionario sea un mérito demostrado y no por cuello, la fila se respete y el pícaro no tenga esa ventaja que le otorga la impunidad o la fuerza, el bus pare en los lugares que corresponde y no donde le venga en gana, el energúmeno de turno no estacione su carro en línea roja mientras el chofer lo espera mientras bloquea todo el carril, el motorista use impunemente la acera como vía preferente o el contrato con el gobierno se haga con transparencia, sin pagar coimas o por medio de amigos influyentes. Tenemos los políticos que se parecen a nosotros y eso nos lleva a enfrentar una realidad que no reconocemos ni aceptamos, especialmente al vernos reflejados en ellos. Erradicamos de nuestra mente el yo responsable y lo sustituimos hábilmente por el  tú culpable y menos costoso.
De esa cuenta, cada cuatro años, entramos en un proceso de berrinche nacional en el que sometemos al escarnio público a políticos incapaces, inescrupulosos o delincuentes que, por cierto, elegimos con nuestros votos en la urnas no sin quejarnos continuamente de que son ellos, y no nosotros, quienes tienen este país en la ruina. Somos una sociedad -como muchas otras- con un alto grado de hipocresía personal y social y mientras no cambiemos individualmente no hay mucho que hacer. De poco -o de nada- sirve reflexionar sesudamente si no estamos dispuestos a modificar nuestro comportamiento, única forma de dejar a un lado esa monserga justificativa cuatrienal de: quién quedó, por cuánto ganó o qué va hacer en los próximos cuatro años, para volver a retomar la discusión de lo eternamente pendiente -que sigue aplazado- mientras el dinero público es saqueado por unos y otros. No es que no se pueda, es que no se quiere, y seguimos reclamando a otros lo que nos toca hacer a nosotros.
Así que visto el panorama, mejor me despacho esta última reflexión el domingo temprano, sin estar “contaminado”, pero con poca esperanza de que lo que ocurra sirva para cambiar lo sustantivo.
¡Ojalá me equivoque!

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