El famoso coronavirus ha vuelto a ponernos a prueba y revelado la idiosincrasia habitual, sin cambios sustantivos
Tuve un jefe que cuando se jubiló nos visitó a varios amigos con el fin de compartir recuerdos y vivencias. En aquella reunión, le pregunte qué quedaba cuando se alcanzaba la edad de retiro. Serenamente, como siempre hablaba, me dijo que tres cosas: a) difícilmente lo engañaban, b) se reunía con quien deseaba y seleccionaba a sus amigos, y c) que podía hablar claro sin temor al que dirán. No se si llegué a esa edad en la que puedo acomodarme sobre el trípode de aquellos consejos.
El famoso coronavirus nos ha vuelto a poner a prueba y revelado la idiosincrasia habitual, sin cambios significativos. Fue música celestial escuchar aquel lema de #TodosUnidosPodemos, el llamado presidencial a que ayunáramos y oráramos, amén de prédicas, pláticas, alabanzas y diversas consignas y buenas intenciones mostradas por iglesias, grupos, asambleas o personas individuales. Sin embargo, si llegó al supermercado pudo ver, en una atmósfera tóxica, interminables colas en las que unos miraban a otros sin hablar, con la carreta lista para entrar a comprar e ignorar el consejo de no acumular porque se podía producir desabastecimiento, además de encarecer los productos ¡A la mara le peló el egg, aquí y en medio mundo!
¿A quien puñeta le importan los otros?, me pregunté con la franqueza de mi exjefe. El otro puede ser agredido, atropellado en sus derechos o ignorado, por quedarme en tres calificativos. Lo importante es uno mismo y si es necesario comprar todo el super pues se hace, y punto. En las dificultades incrementamos el ardor patriótico y nos declaramos “chapines de corazón”, pero el que venga detrás que arree porque para eso está el templo, la oración, el diezmo o la limosna, capaces de limpiar nuestra frágil conciencia resentida. Perdón, pero como titula un mi amigo su libro: ¡qué hueva!
El gel desinfectante es mío, y las toallitas húmedas también. No digamos los frijoles, garrafones de agua, productos de limpieza y comestibles en general ¡Si yo fuera el virus -pensé- les daría una lección que no olvidarían! Y es que hasta el papel higiénico depredaron, sin advertir que el “bicho” no provoca flojedad de vientre.
Encontramos también a patrones insensibles y empleados aprovechados, porque la soberbia -es soberbia y no egoísmo- no conoce clases ni distingue abolengos. Unos, querían que sin transporte público llegaran trabajadores, como si en este país fuese posible semejante cosa. Los otros, quedarse en casa y que el empresario -al que le “sobra el dinero”- pague su tiempo de cuarentena y las subvenciones que, sin duda, decretará el político. Algunos más, criticaban a empresarios que donaron millones, pero callaban el irresponsable reclamo de bonos extraordinarios por parte de sindicatos de Puerto Quetzal y de la SAT. Ninguno comprendió que si la empresa quiebra se van todos al carajo ¿Otra vez egoísmo? ¡Que no, que se llama soberbia!, y si quiere ponerle apellido para que el término no sea más hijo de…, añádale desprecio al prójimo.
Los valores de la vida en sociedad se aprenden en casa, en el colegio y en la calle, porque los otros también educan, y cuando no se han mamado no valen pajas piadosas que terminan revelando como somos realmente. Hay sociedades que requieren una catarsis muy profunda para comprender que el respeto a los demás y la civilidad son claves para la vida en sociedad, y la solidaridad y la responsabilidad patrimonio privado. Nada de ideologías, aquí -y en medio mundo- lo que falta es educación para vivir en común.
Creo que llegué a la edad de Rodrigo, mi exjefe, a quien agradezco profundamente su lección de vida.
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