Si usted cree en la libertad, observará que no hay acto más sublime del ejercicio de esta que el propio sacrificio
El Congreso español aprobó una ley que regulará la eutanasia, un tema que tardaremos muchos años en debatir en la región. Deseo posicionarme: estoy absolutamente en contra de la pena de muerte y del aborto, pero no de la eutanasia, y sobre eso quiero reflexionar. En el aborto y en la condena a muerte, es alguien externo -con mayor o menor justificación médica o legal- quien toma la decisión sobre la muerte de un tercero, algo que no ocurre en la eutanasia. Quienes consideren que Dios es el dueño de su vida, argumentarán algo parecido a lo que acabo de hacer, pero si cree firmemente ser dueño de su destino, es en el único caso en que puede ejercer su libertad plenamente, al decidir sobre su propia vida.
La ley española -para evitar interpretaciones tempranas- precisa que la persona debe de “reiterar hasta en cuatro ocasiones su deseo de poner fin a su vida”, además de contar con los preceptivos informes médicos de que su dolencia es irreversible y su sufrimiento intolerante, lo que representa suficiente garantía para evitar que otros decidan por uno o que se tome a la ligera ¡Ah, y no es aplicable a menores de edad! La idea, y de la lectura se desprende, es que se establezcan todas las garantías posibles para que la eutanasia sea conscientemente meditada y se lleve a cabo con total garantía de quien la solicita.
Si usted cree en la libertad, independientemente de los condicionantes morales o religiosos que tenga, observará que no hay acto más sublime del ejercicio de esta que el propio sacrificio, sea en beneficio de un tercero -de esos hay muchos en la historia- o incluso de uno mismo, siempre con los resguardos indicados. Si nos emocionamos con aquel guion cinematográfico de “Yo antes de ti”, deberíamos entender que cada persona tiene derecho a decidir -cuando medicamente no hay reversibilidad de sus males- poner fin a su vida, de manera asistida y en manos de quien voluntariamente desea ayudar, colaborar, participar o como queramos denominarlo para evitar suspicacias de léxico.
Esto dará mucho que hablar desde el plano emocional, moral o religioso, especialmente cuando el suicidio se ha presentado -con razón dicho sea de paso- como una autoejecución, partiendo de la base de una previa enajenación mental que impide tomar la mejor decisión posible, aunque eso no es lo que regula la ley indicada, sino totalmente opuesto. Hay un ejemplo en el propio Juan Pablo II (hoy santo) cuando decidió libremente no prolongar más su vida de forma artificial. Muchos podrán indican que no es lo mismo una cosa que la otra -y están en lo correcto- pero en el fondo no deja de ser la expresión voluntaria de no continuar viviendo cuando ya no hay solución. La ley, en particular, sustituye a la naturaleza y su tiempo, por alguien que anticipadamente alivia el dolor, el sufrimiento, la presión y la angustia, cuestiones que no creo que aporten mucho al currículo de una persona cuando llegue a ese lugar mágico que, según la religión, acogerá a los buenos en presencia del dios de cada cual.
Lo trascendente también, es ver como ciertas sociedades -de cultura latina, por cierto- son capaces de debatir estos temas sin ruborizarse ni escandalizarse, y adoptar las decisiones que consideren, siempre que la libertad esté presente en ellas. Por aquí falta mucho, especialmente cuando temas mucho menos complejas nos dan pena, achican o impiden un diálogo serio y científico. Ahí queda el ejemplo, no para seguirlo necesariamente, pero si como referente de democracia, libertad y capacidad autocrítica.
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