lunes, 16 de agosto de 2021

Élites y pueblo en la neolengua

Hay arduo interés en presentar una realidad artificial como opinión publicada -que no pública- porque los hechos muestran las cosas de otro modo

Es frecuente referirse a élites y pueblo como sustantivos colectivos que engloban grupos indefinidos de personas. “Élites” proyecta una sensación negativa en la que se engloba a personas poderosas, además,  quienes endilgan ese término suelen mezclarlo -como refuerzo- con “oligarcas”. “Pueblo”, por su parte, refleja un concepto positivo de un colectivo oprimido y explotado, representado por una ciudadanía pobre y sumisa. Las palabras tienen significados y percepciones que no siempre coincide, aunque la neolengua trata de aproximarlos con emociones, que siempre son manipulables.

En el país hay élites ladinas e indígenas, élites económicas y élites políticas, y hasta un elitismo social que se adjudica la representatividad de esa masa imprecisa y maleable de “pueblo”. Hay oligarcas en todos lados, porque en el fondo “oligarquías” no son más que grupos pequeños que mandan, y que encontramos en la capital y a más de 300 kilómetros de ella. No toda la élite es mala ni todo el pueblo es bueno, y muchos del “pueblo” resultan ser élites sin saberlo.

Dicho lo anterior -para precisar- es momento de reflexionar sobre las manifestaciones de los pasados días. Si tomamos en cuenta el estudio de opinión de Cid Gallup de julio pasado, el 12% consideraba que los problemas del país se resolvían cuando el Presidente renunciara. Sin embargo, una mayoría del 40% pensaba que todo estaría bien -o mejor- cuando se produjera un diálogo entre el gobierno y la sociedad civil, y juntos buscaran salidas a los problemas. Es justamente la relación presencial que se ha visto en esos bloqueos que algunos han presentado como “un éxito del pueblo”, cuando realmente ha sido un pequeño porcentaje de individuos que pretendía hacer más ruido del que realmente representan, aunque fuera en nombre del ese etéreo colectivo. El estudio de opinión citado incluye otras preguntas como: “qué opina de la situación política del país”, y a la que un alto porcentaje de entrevistados -coincidente con el 40% anterior- manifiestan que “no hay división en el país, pero sí muchas diferencias entre políticos”, seguido de un 28% que opina que “el país está dividido, pero los/las guatemaltecos/as podemos resolver nuestras diferencias pacíficamente.” De nuevo, únicamente el 18% asume el “enfrentamiento”.

Cada vez más, me da la impresión de que hay arduo interés en presentar una realidad artificial como opinión publicada -que no pública- porque los hechos muestran las cosas de otro modo. Parece que “el pueblo” no está con esa oligarquía que pretende tomar el poder a toda costa -sin importar el costo- y con discursos sacados de la manga, salvo que desechemos los estudios de opinión y tomemos como “neociencia” ciertas artificiosas tendencias en redes.

Necesitamos profundos cambios, pero no es con violencia como se lograrán. El consejo permanente de la conferencia episcopal ha sabido responder a tiempo y modular otros comunicados, aunque cierto sacerdote construyó su propio misil nuclear y se despachó desde el púlpito y en redes al mejor estilo de vocero oficial de la teología de la liberación. El canónigo acusó a algunos de no tener arrestos, lo que quizá habría que haberle exigido a él por no tirarse al monte, donde muchos murieron por ese estado de excitación inducida, producto de una doctrina extremista y fracasada, y de ese principio maquiavélico de: es mejor ser temido que amado.

Algunos no han asumido lecciones concretas del conflicto armado, pero siguen vivos. Muchos de ellos alentaron a otros a morir, mientras permanecían escondidos en la sombra de la imprenta o de la sacristía, eso sí ”defendiendo al pueblo” ¡Ojo porque los extremismos matan, independientemente de donde vengan, y aunque no den la cara!

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