La cantidad que se incrementa en el presupuesto es rápidamente acaparada por élites depredadoras sindicales
Los dos últimos meses de cada año son propicios para el aumento de la delincuencia sindical, factor no incluido en los indicadores de criminalidad y que propongo se haga. Los sindicatos aprovechan el adormecimiento de las celebraciones prenavideñas y se recetan discrecionalmente diferentes bonos. Este año el OJ ha sido uno de los primeros -al menos conocido-, y de una solicitud de Q6,000 por persona la CSJ ha otorgado la mitad ¡Qué buenos son los magistrados perpetuos de esa corte!
La justificación para tal dispendio es que los empleados de dicho organismo “han padecido mucho por la pandemia”. Se obvia, en esa manipuladora argumentación, que los más afectados son aquellos que tienen una empresa y deben de pagar la nomina correspondiente, además de los impuestos pertinentes. En estos duros tiempos, muchos negocios han cerrado, demasiadas personas han perdido sus trabajos y algunas empresas no han podido hacer frente a la planilla, cuando no han tenido que solicitar préstamos o pactar convenios de pago. Sin embargo, no ha habido una sola suspensión o rebaja en el salario de los funcionarios. Por consiguiente, deberían ser ellos -a quienes pagamos los contribuyentes- los que dieran un bono a los que de verdad han soportado la crisis del COVID-19, aunque la cosa es al revés en este microcosmos estatal.
Los pillos depredadores de educación no han sido menos hábiles y protestaron encabezados por su perpetuo Ali Babá -el tal Joviel- para redefinir el pacto colectivo y que, nuevamente, una ingente cantidad de dinero público -del presupuesto recién aprobado- vaya a parar a los bolsillos de sus huestes. Es curioso que durante los dos últimos años, perdidos en educación estatal, no hayan emitido un sonido audible sobre cómo ha fallado el sistema a cientos de miles de alumnos, y que transcurrieran todo ese tiempo sin ser capaces de adoptar una medida medianamente sensata que impida que parte de la juventud sea absolutamente inoperante dentro de unos años.
En definitiva: ni la salud, ni la justicia ni la educación se han mejorado, más bien algunas de ellas -o todas- están igual o peor que antes, y en todos esos rubros hay pillaje para que el funcionario cuente con su pavo encima de la mesa, aunque pagado por paupérrimos trabajadores que han dejado de cobrar por meses o se han contentado con lo que la encerrona de la epidemia les deparaba.
En todo caso, y tristemente, este es un argumento recurrente cada año. Al igual que aquellos saben que es tiempo de hacer piñata de lo público, el resto -quienes pagamos los impuestos-, también sabemos que es hora de quejarse, aunque no nos hagan mucho caso ni nosotros pongamos demasiado de nuestra parte para que las cosas cambien. Una especie de aquellos dos minutos del odio orweliano en 1984, que no servían para nada pero que desahogaba mucho.
Con esa forma de repartir -que no es si no un chantaje entre políticos y sindicatos- no hay dinero que alcance. La cantidad que se incrementa en el presupuesto es rápidamente acaparada por élites depredadoras sindicales y con quejas injustificadas o presión política, terminan por hacer negociaciones oscuras y secretas que tienen un elevado costo social que pagamos el resto.
Detrás de esos buitres vendrán otros y, aunque se justifique que lo hacen con fondos propios que no gastaron -entonces que los devuelvan o no los presupuesten- afectará la calidad del servicio que deberían de prestarnos a los ciudadanos. En el fondo, somos una sociedad conformista que nos quejamos pero no avanzamos un milímetro, y esos fulleros lo saben, y se aprovechan.