Los tiempos cambian, evolucionan, y son modelados por circunstancias imprevistas consecuencia del natural fluir de la vida
Cuando se cumplen años -yo lo hago en estos días- se suele hacer una inexorable reflexión sobre el tiempo. Sobre el transcurrido desde que nacimos, pero también sobre el que resta, que a cierta altura de la vida suele ser menor al vivido. Hace mucho que crucé esa línea imaginaria y mágica a partir de la cual la segunda cifra -los años que quedan- es cada vez menor que la primera. Tiempo pasado por experiencias adquiridas, es una especie de conformismo espiritual que compensa la realidad de un final cada vez más cercano, aunque no sea inmediato.
No hay nada más preciso que el tiempo -incluso en sus más pequeñas fracciones- pero no es lo mismo pasar unos minutos debajo del agua que amando a alguien, ver nacer y crecer a tus hijos o soñar toda una vida en apenas pocos minutos. El tiempo es irrecuperable, inasequible y relativo, a pesar de ser matemáticamente exacto, porque genera percepciones que nos hacen perder “la noción del tiempo”, y lo torna una ilusión ¡Qué contrasentido!
El tiempo es un juego de suma cero, una especie de ecuación lineal incierta en su resultado. Nacemos sin saber cuántos años viviremos pero, en la media que pasan, entendemos que van quedando menos. Aprendemos que con el paso del tiempo las escalas de valores cambian como consecuencia de vivencias, aprendizaje, errores, …, todo es “cuestión de tiempo” para amoldar el entorno a nuestras experiencias.
El tiempo todo lo cura, también muchas veces lo procura; todo lo compone y a la larga incluso lo descompone, y no se detiene. Ni siquiera el amor es capaz de parar el tiempo, aunque muchas veces reinicia el conteo según los momentos mágicos e imprevisibles del corazón. Desamores, desencantos, infortunios, perdidas de seres queridos y un largo etcétera de experiencias negativas se olvidan, o al menos se silencian y archivan, con el paso del tiempo. Una especie de borrador inteligente que las desvanece, aunque torna indelebles las positivas y los buenos recuerdos que los deja intocables, o los magnifica.
Todos hemos imaginado alguna vez qué haríamos si nos quedara un tiempo limitado de vida. Un año, seis meses o incluso menos, posiblemente un día, y quizá nos hayamos deprimido con solo pensarlo y rápidamente lo hemos sacado de la cabeza. La mejor conclusión parece ser que, al margen del tiempo que nos quede, hay que vivir la vida, y mejor vivirla como si fueras a morir mañana.
Tampoco es del todo cierto que “tiempos pasados fueron mejores”, lo que únicamente sirve para condenar el futuro. Cada quien ha vivido intensamente “su” tiempo y colateralmente el de “otros” -antes y después del suyo- aunque gustamos de resaltar “el nuestro” porque es aquel en el que las experiencias se acumularon más intensamente, mientras descartamos las limitadas del pasado o los temores del porvenir. Los tiempos cambian, evolucionan, y son modelados por circunstancias imprevistas consecuencia del natural fluir de la vida. Es un tanto verdad aquello de “se le pasó el tiempo” o “no hay que perder el tiempo”, porque la vida discurre a una velocidad que casi no somos capaces de advertir, si no pregúntele a quienes no pueden disponer libremente de su tiempo.
El tiempo nos cambia, nos hace madurar, nos desgasta, nos llena de cosas -algunas inservibles-, nos moldea y nos embellece. Hace fluir la razón, la paciencia, el saber, los recuerdos, pero también los sentimientos, la añoranza, el otoño del amor, la esencia de la vida…
Hoy, con un año más en esa escalada de la vida, el tiempo me habla en silencio con cierto desdén y melancolía.
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