En cualquier caso en Chile ha predominado la razón frente a un progresismo que permanentemente pretende desarticular principios democráticos
El título obedece a un dicho popular que significa que algo o alguien es solo apariencias pero no tiene contenido ni sustancia, y podríamos aplicarlo a lo ocurrido en Chile con el voto de la nueva constitución. Con casi un 62% de rechazo, los ciudadanos de uno de los países más exitosos de América latina -si no el que más-, han decidido no adopta una nueva propuesta constitucional, por otra parte incompresible, indigerible e impresentable. Un mamarracho producto de un recorta, pega y colorea de sugerencias de grupos progres, pero también de elucubraciones mentales de diferentes movimientos sociales emergentes; una especie de Frankenstein normativo.
Se pretendía conformar un Estado ecológico, el voto obligatorio para mayores de edad -que debería ser un derecho y no una imposición- era voluntario para quienes tengan 16 o 17 años -menores de edad y fácilmente manipulables-, establecía la paridad y la alternabilidad algo que rompe absolutamente con la capacidad, la meritocracia y la propia democracia que no es más que la elección voluntaria de aquel representante que se desea, incluía el lenguaje políticamente correcto de “los y las”, con sus géneros respectivos, aunque únicamente binarios para los cargos, y otras cuestiones de difícil digestión.
En cualquier caso en Chile ha predominado la razón frente a un progresismo que permanentemente pretenden desarticular principios democráticos ¿Cuántos se preguntarán ahora dónde se reflejan aquellas “multitudinarias” protestas sociales en las que se destrozaban o incendiaban buses y vagones de metro? Sin un solo incidente, una mayoría constatada y real de ciudadanos ha dicho “no”. Mucho ruido, pero pocas nueces, parece ser el refrán que resume este contrasentido, y es que hay mucha juventud manipulada -de ahí que deseen que los menores de 16/17 años voten- y demasiado adulto irresponsable, como muchos de los que agregaron párrafos a ese proyecto constitucional, ahora enterrado y ligado irremediablemente al futuro político del presidente Boric.
Las sociedades cambian a la velocidad que se lo pueden permitir y, además, esa evolución debe hacerse encuadrada en parámetros de suficiente racionalidad. La democracia no es, como algunos creen, el gobierno del pueblo ni de las mayorías, al menos en valor absoluto, porque la famosa frase está limitada por el respeto a los derechos de los demás. Vivimos en un mundo en el que se ha olvidado -porque la mayoría de los jóvenes no lo han vivido- que las dictaduras y los autoritarismos esclavizaron a muchas sociedades por años. El hecho de no referirse, por ejemplo, a Cuba como una dictadura y haber normalizado tanto lo que pasa en la isla como lo que ocurre en Venezuela, Nicaragua, Rusia, China y otros lugares, ha terminado por proyectar una imagen de que todo es permisible.
Lo políticamente correcto pareciera haberse apoderado del lenguaje de los medios y de las redes, pero sobre todo de la severidad de la verdad, la que evitan en su crudeza para no ser vapuleado mediáticamente o condenado al ostracismo de la cancelación. En todo caso, el “no” al plebiscito chileno es un triunfo de la razón y de la libertad, y eso difícilmente podría haber ocurrido en otro lugar de América latina. Vean Argentina, el país vecino, como un ejemplo exactamente de lo opuesto.
Las sociedades deberían tomar nota, pero sobre todo asumir la responsabilidad y dar la cara en los momentos que es necesario. La idiosincrasia de cada grupo social hace que se proyecte en el tiempo exitosa o fracasadamente, y los chilenos han vuelto a demostrar al continente que cuando hay cultura política, razón, capacidad, responsabilidad, valentía y decisión, no hay asunto ni miedo que frene el paso adelante.
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