Los Estados, cada vez más, se apoderan de espacios de libertad individual para condicionar a los ciudadanos sobre qué pueden hacer, cómo y cuándo
En el espectro político hay quienes abogan por un estado todopoderoso e interventor; otros, contrariamente, por un mundo sin Estado, aunque entre los dos polos hay un elemento sustancial que distingue a uno respecto del otro. Mientras el intervencionista aboga por un grupo de personas que decidan por los demás, el anarquista defiende su libertad de hacer y decidir, lo que resulta loable e infinitamente más responsable. En medio, encontramos aquellos que defienden un Estado mínimo y los que prefieren que el Estado les arregle problemas relacionados con la salud, el medioambiente, las carreteras, la educación y una largo etcétera. De igual forma, entre estos grupos -no extremos- son nuevamente el aprecio por la libertad y la asunción de la responsabilidad las diferencias. El Estado mínimo reduce sustancialmente la dependencia y permite que sea el individuo quien busque soluciones en función de sus preferencias, puesto que los problemas son muy diferentes para cada uno.
En ese espectro político-conceptual -que da para reflexionar mucho sobre quien prefiere ser más libre e independiente o estar manejado por otros- hay cuestiones que hemos terminado por asumir sin cuestionarnos. Los Estados, cada vez más, se apoderan de espacios de libertad individual para condicionar a los ciudadanos sobre qué pueden hacer, cómo y cuándo, e imponen el coste de su ineficiente gestión. Quienes aceptan el estatismo apuestan “por el suyo” -o por el que hacen los suyos, porque son ávidos cuestionadores de los demás-, en una contradicción ilógica al buscar hacer libremente lo que desean, siempre después de imponer sus condiciones de gobierno al resto.
Además, pareciéramos no haber advertido sobre el dinero que se dilapida, tanto en esa amplia gestión estatal como en otros aspectos fuera del marco general descrito. No se trata ya de cómo o con cuánto se financia la salud, la educación, la seguridad o la carreteras, pozos sin fondo para los que el dinero asignando nunca es suficiente y siempre pide más, sino que lo trascendente es que todos esos fondos son pagados por ciudadanos trabajadores, a quienes les reducen el poder adquisitivo y la capacidad de inversión, al sustraérselos arbitraria y violentamente de sus bolsillos. No son partidas presupuestarias que tengan un reflejo social, como pretenden justificar muchas de ellas, sino gastos hormiga que desangran las arcas públicas: salas VIP en aeropuertos, orquestas nacionales, subvenciones al cine o a determinada música alternativa que no es demanda en un mercado libre, festivales populares, pactos colectivos, timbre de colegios profesionales, ferias y patronazgos municipales, vehículos oficiales, transporte aéreo en clase preferente, residencias oficiales, distinciones a los conyugues y familiares, contrataciones discrecionales, servicio doméstico y pago de comidas, teléfonos celulares, seguros de vida y enfermedad, combustible, pensiones vitalicias, etc. Todo ello representa centenas de millones en privilegios que pagamos los contribuyentes y que detrae el Estado del bolsillo del contribuyente, a quien disminuye su poder de compra.
Estatismo de estatistas que realmente es imposición de sinvergüenzas y aprovechados que toman y disfrutan esos lujos porque la enorme mayoría lo permite irresponsablemente y sin cuestionarlo abiertamente, además de censurarlo públicamente. Los países cambian en la medidas que exijamos libertad y seamos consecuentemente con la responsabilidad que conlleva. Cuando por recibir miserias -que pagamos muy caras- agachamos la cabeza y doblamos la columna, estamos condenados al espolio permanente de estatistas coartadores de la libertad.
Mientras cada cual prefiera que otros hagan las cosas por él, sólo promoverá una suerte de esclavitud progresiva y de abuso consentido.