Tras la aprobación por el Parlamento Europeo de la ley contra la migración ilegal, muchas voces se han oído en el mundo y, cómo no, en el escenario nacional.
Algunas de ellas, de personajes tan notorios como Hugo Chávez o Evo Morales que, más sutiles en su proceder, no expulsan a migrantes sino que desalojan a empresas completas y, por supuesto, a los trabajadores extranjeros que en ellas laboran. Ni seguridad jurídica, ni derecho de propiedad, ni de trabajo. Ante la razón de Estado, esos colectivos, nada que objetar.
En el ruedo nacional, no podía ser menos. Organizaciones pro derechos humanos, el propio procurador y hasta la iglesia católica, condenan la discriminación y la vulneración de que son objeto los supuestos destinatarios de ese decreto.
No voy a analizar la norma, no es el caso, pero sí quiero reflexionar sobre la situación nacional que nadie se cuestiona y es el reflejo interno del asunto, especialmente ahora que las autoridades encargadas de velar por esos derechos se preocupan de lo pasa afuera, sin haberse detenido, ni por un instante, en mirar hacia adentro. Fácil eso de ver la paja y obviar la viga.
Los ilegales, que es el fondo de la norma de la UE, no solo son expulsados de otros lugares, sino también de Guatemala, en virtud de la aplicación de la ley vigente (Decreto 95-98), por tanto parece muy aventurado criticar si antes no somos capaces de cambiar nuestra igual postura. Añadido al tema, la Constitución en el artículo 107, da preferencia, en igualdad de condiciones, a los trabajadores guatemaltecos sobre los extranjeros y no permite que los últimos ganen más salario que los nacionales, sin que nadie haya hecho nada por modificarlo. El 122 y 123, limitan las propiedades a extranjeros. Y el 146, aún más espinoso, permite que, a pesar de estar nacionalizado, el extranjero sea considerado perpetuamente un ciudadano de segunda clase, ya que aunque cumpla con sus deberes, sus derechos estén vulnerados en otros artículos que le impiden, al no ser de origen, el acceso a determinados cargos. En las constituciones española y francesa, la palabra extranjero aparece una vez en cada una de ellas y es para privilegiar. En la guatemalteca, hasta cinco, para limitar. No he visto ninguna crítica interna por parte de esos personajes o colectivos que ahora, estentóreamente, se escandalizan. Pareciera que los europeos o norteamericanos son unos salvajes y resulta que allí, al adquirir la nacionalidad, se está en igualdad de condiciones que el de nacimiento. Aquí, por el contrario, no se pasa de ser vecino de segunda. Incluso se habla de guatemaltecos y pocas o ninguna vez, se oye la palabra ciudadano. ¿Por qué no promueven que cambie la ley nacional?. ¿Cuál es la razón de tan hipócrita conducta?. ¿Realmente defienden lo que predican o se hacen oír según el interés del momento?.
Ver lo mal que lo hacen los demás y olvidarse que en casa estamos peor, parece una conducta interesada y siempre hipócrita. Hay que ser consecuente con lo que se pregona. Los derechos humanos no es un tema de cantidad, sino de calidad. Es más fácil lanzar una acusación contra los cuatrocientos millones de europeos o norteamericanos por su escasa sensibilidad, que presentarle la misma propuesta al vecino de escaño o al representante político.
Sean religiosos, abogados o activistas, ¡lastimosa e interesada su forma de proceder!.
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