Otra vez nos lamemos las heridas, ahora tras el paso de la tormenta Agatha y de un nuevo estallido del Pacaya. Enterramos a nuestros muertos, ayudamos a miles de afectados o nos quedamos varamos por el cierre del aeropuerto, por carreteras cortadas o puentes hundidos. El gobierno se lamenta y compadece, publicita cuanto hace por socorrer a los necesitados y solicita ayuda, aunque no es capaz de diagnosticar exactamente la situación y atender a la seguridad, su misión principal.
Adjudican a Einstein aquella frase de “estupidez es querer cambiar las cosas y seguir haciendo lo mismo” y precisamente es lo que está ocurriendo. No aprendimos nada de las consecuencias del huracán Mitch, de la tormenta Stan o de la erupción volcánica del 98. Absolutamente nada. Olvidamos lo que pasó, las pérdidas humanas habidas o los costos económicos que se soportaron a pesar de haber organizado foros para detectar las causas de aquellos errores, las medidas a tomar o los planes que se tenían que acometer. A la fecha se han entregado, con gran propaganda que parece ser lo importante, algunas casitas y poco más. La estupidez permanente permea ciertas capas de la administración pública y corrobora la célebre frase del físico.
Bajo la premisa de que son catástrofes naturales e imprevisibles y la desinformación interesada que oculta ciertos hechos, se pretende cubrir la incompetencia y la incapacidad. Todo esto sucede no porque el Pacaya hace erupción y la tormenta Agatha coincide. No. Ocurre porque no hay ningún plan de contingencia que realmente funcione ni ganas ni propósito de hacerlo funcionar. Estamos en pañales en temas de prevención de desastres porque no se presta atención a esa rama de la seguridad, como tampoco a otras y las personas al frente de ciertos organismos públicos son inexpertos, acomodados o consecuencia de pago de favores.
Trabajé estos temas por cuatro años fuera del país y fui parte de la coordinación nacional del famoso efecto Y2K. Afirmo, confirmo y pregono, con el necesario conocimiento de causa, que las consecuencias no tienen porqué ser tan desastrosas cada vez que ocurre una calamidad de este tipo, salvo que la ineptitud sea el principio que impere en aquellos organismos y sus dirigentes. No se presta la suficiente atención en materia de seguridad, no existen planes de contingencia mas allá de pocas hojas mal escritas, no hay continuidad ni capacitación del personal, mucho menos colaboración interinstitucional y falta una detallada relación de capacidades disponibles, entre otros. No hay nada, y peor, no existe la más mínima voluntad de hacer algo. Son muertos “marginales” que además permiten poner de manifiesto la “bondad del gobierno” en ayudar a los más necesitados. Casi cambian vidas por propaganda; humillante. Cierran colegios públicos e impiden que los privados funcionen y tampoco dejan despegar aeronaves particulares para que no les resten protagonismo ¿Vergonzoso o delictivo?
Cientos de personas varadas fuera del país porque se tarda una semana en abrir el aeropuerto; miles de afectados de diferente forma; millardos perdidos en diversos sectores productivos; infraestructura dañada o colapsada y personas cruzadas de brazos que son incapaces de hacer su trabajo aunque explotan interesadamente su insensatez ¡Para eso si son buenos! Las propias autoridades terminan siendo la catástrofe, por su impericia, desfachatez, inacción y falta de responsabilidad en el ejercicio de sus funciones, entre las que está, primordialmente, la de seguridad. ¿Se creen que terminó?, pues no. Vendrá una y otra desgracia, sin que hagan muchos más que ahora. Es decir, NADA.
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