Cuando no quede sitio en el
infierno, los muertos caminarán sobre la Tierra.
La
delicada salud del presidente Chávez se ha convertido en la perfecta excusa
para llevar a cabo un golpe de estado en Venezuela, además de potenciar la
imagen de “inmortalidad” de los dictadores. Recordemos la exposición de la momia
de Lenin; la dilación de la muerte de Franco para hacerla coincidir con la fecha
de la de Primo de Rivera; cómo Mao y Kim II Sung fueron momificados y cómo el
zombi de Castro deambula por Cuba a modo de icono revolucionario (y asesino) perpetuo.
Los dictadores se niegan a desaparecer de la escena del crimen. Se creen
inmortales y su alter ego les impulsa al absurdo de permanecer eternamente en
la mente de los ciudadanos que los soportaron y sufrieron por décadas. Saben
que construyeron su “obra” sobre la base de la imposición, del miedo, de la
destrucción o de múltiples asesinatos -siempre violentando la ley- y que con su
muerte se les derrumbará el castillo de naipes que construyeron, aunque sus
colaboradores y simpatizantes son quienes más conscientes están de todo eso, puesto
que sobreviven al déspota y temen ir a la cárcel o incluso -como en otros
tiempos- al destierro o ser físicamente eliminados. Se va el dictador, pero
queda la morralla feroz que lucha por no ser arrastrada al fondo del abismo.
Quizá por eso, en la antigüedad, enterraban al emperador o al faraón con todo
su séquito, evitando así traiciones no deseadas.
Hugo
Chávez no podrá ser investido el próximo día 10 y el entorno mafioso de su
gobierno -Nicolás Maduro y Diosdado Cabello (golpista con Chávez en 1992)- decidirá
que no es necesario declararlo ausente ni convocar nuevas elecciones puesto que
“el pueblo” lo ha votado. Violentarán sencillamente la ley y continuarán con el
gobierno de los hombres que es precisamente lo que pretendió cambiar la
democracia (o la República) por el de leyes. Se pasearán de nuevo por el Estado
de Derecho con el único propósito de perpetuarse en el poder, sobrevivir y
seguir hundiendo al país, algo que remarcan todos los indicadores sociales y económicos.
Se olvida, fácilmente, que Chávez, Castro u Ortega, son delincuentes palmarios
y confesos. El venezolano es un golpista condenado que no cumplió su pena; el
cubano un asesino notorio y el nicaragüense un violador. Todos criminales -al
igual que otros- eternizados con el beneplácito de una chusma clientelar y
manipulada. Ahora bien, si usted opta por trabajar en cualquiera de esos países
(o en otros) deberá contar con antecedentes penales inmaculados y aportar,
seguramente, algunas cartas de recomendación sobre su conducta ejemplar. Un
despropósito que pareciera pasar desapercibido por la ciudadanía que acepta que
ese tipo de funestos personajes sean siquiera candidatos, cuando no impuestos
por el “democrático” monopartidismo.
Algunos
parecen necesitar un siglo más (no bastó con el XX) para descubrir que ese tipo
de regímenes termina destruyendo cualquier país a velocidad inimaginable. Quienes
alaban los “logros” -cubanos o venezolanos- se niegan cobarde e
inconsecuentemente a vivir en esos lugares, mientras los habitantes de allá
luchan desesperadamente por salir sin éxito de un sistema opresor o son
encarcelados por pretender exigir cualquier mínimo derecho humano que los dizques
defensores de los mismos no se atreven a criticar. Todos, en definitiva,
vividores de publicitar lo imposible y constatadamente inviable, certificando
aquello de que la estupidez human es realmente lo único infinito en el
universo. Lleno el infierno de impresentables y criminales, la Tierra pareciera
comenzar a acogerlos con humano y piadoso beneplácito.
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