No hay mal que cien años dure, ni cuerpo que lo resista
Nos
perdemos en discusiones sobre si tal postulante a magistrado, fiscal o contralor
debe incluirse o no en los distintos listados que se elaboran. Para
seleccionarlos, algunos quieren mejorar las condiciones profesionales, otros
las académicas y muchos hablan de la honorabilidad y la ética como barreras de
ingreso. Llevamos algunos años perdiendo el tiempo porque más tarde el Congreso
o el Presidente terminan por elegir, precisamente, a quien le da la gana de
esos extensos listados que se les presentan ¡Tanto esfuerzo, casi para nada!, o
para nada.
Siempre
me pregunté qué anima a un probo abogado exitoso, con un bufete lleno de casos
bien pagados, o a un contralor cargado de trabajo, a presentarse a una elección
en la que deberá abandonar su empresa privada para cobrar una miseria del
Estado y cuando termine, tras cuatro o cinco años, reemprender y retomar un
camino abandonado que deberá nuevamente construir. No obtenía la respuesta por
bien pensado, pero me la hicieron ver. La mayor parte de esos candidatos -no todos-
son desempleados y poco o nada exitosos en su profesión. Han sido, o lo son, trabajadores
públicos que saltan o revolotean -como el colibrí- “de flor en flor pública” y
buscan cómo quedarse en la estructura estatal. Para ello, y teniendo presente
que el país carece de funcionarios civiles de carrera, no les queda de otra que
medrar, ofrecerse, prestarse o, finalmente, venderse a quienes les ofrecen la
posibilidad de “ser algo” por un tiempo. Ese “alegrón de burro” ajeno nos
cuesta dinero, eficacia y falta de justicia para los ciudadanos que observan cómo
aquellos electos y probos magistrados, fiscal o contralor, obedecen intereses
muchas veces incompresibles y no actúan conforme a parámetros éticos y
profesionales. Quizá porque nos quedamos pensando -como yo- en las extrañas causas
que les animan a ocupar el cargo.
A
ese grupito en desempleo, se les une -o coinciden en ellos mismos- otros que ya
han sido “expulsados” del mercado laboral por distintas razones y no encuentran
espacios en universidades, bufetes, consultoras ni otros lugares siquiera medidamente
decentes. Por último, pero no menos importante, los hay con serios problemas de
salud y que difícilmente serían candidatos adecuados porque terminan ausentándose
del trabajo largo tiempo por cuestiones derivadas de enfermedades y, consecuente,
no son eficaces para el trabajo que deben de realizar ni muchos menos para la
tensión que tienen que soportar. Los hay, incluso, farmacodependientes, por ser
fino en la expresión y evitar complejidades semánticas muchos más claras.
Ser
funcionario público o elector de aquellos, requiere mucha más responsabilidad
que las fijadas por calificaciones profesionales, académicas o éticas. Hay que ver
si realmente son profesionales exitosos, han estado sujetos a fiscalización
social, precisamente por haber trabajado en distintas áreas o mantenido un
despacho exitoso, y si cuentan con las adecuadas condiciones sicofísicas para
prestar el servicio con la intensidad que ello requiere y ellos mismos
promueven antes de ser designados. De momento, demasiado desempleado, medrador,
quebrantado de salud o vendido al mejor postor a cualquier precio, rondan como
hienas las candidaturas. No todos son así, pero hay más de los deseables. Cumplen
los “requisitos formales” y nos apabullan con sus tesis, tesinas, libros, “librinas” y experiencia laboral, aunque ya sabemos tal
cual fraudulentamente mostró el “rey de las tesis y de los libros” -y su insigne
asesor- cómo engordar el CV acompañado de tutores, revisores y otros “magnos” académicos
y doctores prostituidos.
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