“La corrupción del alma es más vergonzosa que la del
cuerpo”
Una reciente encuesta
revela que aproximadamente seis de cada diez de guatemaltecos consideran a
Portillo como el mejor presidente, lo seguirían en su recomendación de voto por
otro candidato o están dispuestos a elegirlo como diputado. Es decir, exaltan
sus valores, admiran su forma de ser y lo distinguen, reconocen y aprecian, por
eso expresan tal preferencia.
Aunque el señor
Portillo, como el mismo dijo, no es el primero ni será tristemente el último en
quien se pueda personificar la corrupción imperante en el país, si es el único
presidente que reconoció públicamente haber asesinado a dos personas, fue
procesado en Guatemala -con negativos resultados producto de un particular pacto
CICIG-MP-embajada USA-, huyó a México y fue extraditado, juzgado y condenado en
USA por delitos que admitió haber cometido ¿Significa lo anterior que está
estigmatizado permanente para ocupar cargos públicos? ¡Por su puesto que si!, al
menos moralmente, aunque haya recobrado sus derechos civiles y políticos.
Algunos ingeniosos lo
compararon, atrevidamente, con Robin Hood, pero mientras aquel -dicen- robaba a
los ricos para darle a los pobres, este se lo quedaba. Otros, igual de creativos,
dijeron que “retornaba el hijo prodigo”, sin advertir que el personaje bíblico
pidió a su padre la parte de su herencia, pero este otro se apropió del cheque sin
consultar con nadie. No hay que dejarse llevar por manipuladas o sentimentales deformaciones
que alejan interesadamente la penosa realidad o desvían la atención. Es preciso
analizar qué cualidades y principios premiamos en los políticos.
Se podrá o no estar
de acuerdo sobre cómo se hicieron las cosas durante el gobierno de Portillo,
incluso debatir si sus políticas económicas o sociales tuvieron resultados,
esos no son puntos de discusión ahora. Lo que no puede taparse -menos con un
dedo- es que los valores representados en Portillo -los que puso en práctica-
son antivalores que “condenamos” a diario, pero pareciera ser cautivan a un
porcentaje amplio de la población. No es de recibo reclamar trasparencia,
honestidad, honradez, buen manejo de fondos o comportamiento ético a los
gobernantes, cuando una parte significativa de la ciudadanía -seis de cada
diez- reconocen preferirlos un tanto mañositos,
y votarían por aquel a quien más delitos se le ha probado en la historia nacional
reciente. No es coherente, y ello obliga a que hagamos un acto de contrición muy
severo y nos analicemos para ver si realmente deseamos tomar la ruta correcta o
la preferencia -por ahí va la cosa- es esperar a que llegue nuestro turno de
depredar lo público, tal y como alabamos y reconocemos en otros. Esa postura
reafirma aquel calificativo de “sociedad podrida” que molestó a algunos -quizá
porque los desnudó-, pero evidenciado en encuestas sobre el sentir nacional.
Curar la corruptela
es como cualquier otro vicio. Pasa, ineludiblemente, por aceptar el problema y
dejar de pasear por la nubes sin asumir responsabilidades. El optimismo nacional,
demasiadas veces enfermizo y poco realista, esconde el problema, niega la
realidad y nos hace creer nuestras propias mentiras. No es agradable que te lo
digan a la cara, pero eso no diluye una verdad que a sabiendas ignoramos. Premiamos
y reconocemos a los deshonestos, lo que nos vuelve hipócritas y cómplices, además
de mediocres. A la historia se pasa para bien o para mal ¿En qué lado de la
balanza queremos estar? Es preciso meditar seriamente sobre el tema, al menos
seis de cada diez ciudadanos de este país.
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