lunes, 6 de junio de 2016

Catarsis revolucionaria

En una revolución, como en una novela, la parte más difícil de inventar es el final (Tocqueville)
  
Una revolución es una revuelta social cuyo fin es cambiar el poder político establecido. Normalmente intervienen fuerzas militares del país o se conforma un grupo paralelo armado para enfrentar el poder estatal. Referentes son la Revolución Francesa y la Rusa de principios del XX.
Aquí, sin parecerlo, vivimos una con identidades pero con diferencias propias del siglo actual. El cambio del sistema político está teniendo su origen en un sistema judicial apoyado por una comisión internacional y no en una violenta imposición popular o de élites, como las referidas. No se ha decapitado a nadie como en la francesa -los guillotinados rondaron los 15,000- ni asesinado, como en la rusa, a unos 20 millones de personas. Sin embargo, no está exenta de la sed de odio y venganza que ambas padecieron. Esa parte de la revolución chapina se refleja en redes y ciertos medios de comunicación que primero “disparan”: información o chismes y luego preguntan.
El pasado jueves fue un ejemplo de lo dicho. Noticias falsas alimentaron titulares y redes a la vez que se emprendió una campaña desinformativa por             quienes más tarde serían señalados de formar parte de un esquema de corruptela estatal. Sobre eso, ciertos ciudadanos ávidos de revancha, utilizaron las redes sociales para congratularse, despotricar, insultar, amedrentar y amenazar. Al rato, se descubrió el pastel: algunas noticias eran mentira y otras orquestadas, pero ya se había guillotinado o enviado al Gulag a mucha gente.
El binomio dueños de medios-periodistas conforma una matriz con cuatro posibilidades. Una es que ambos sean conspiradores; otra que sean lo contrario, y dos más en la que cada uno adopta un papel opuesto al otro. No obstante, esa pléyade de jacobinos dieciochescos confunde todo y piensa que quien ejercita el periodismo está invariablemente asociado a los intereses del propietario del medio, y no es así. La mayoría de profesionales hace su trabajo de forma independiente en cualquiera de los medios de comunicación existentes. En lo particular, colaboro con dos y en ninguno me han coartado, impuesto o sugerido temas o información a difundir, y tampoco lo hubiese permitido.
El dueño de un medio es un empresario con intereses variados: económicos, expansionistas e incluso personales, entre los que caben políticos, sociales, altruistas y un sin fin más. Eso no obliga a quienes trabajan en ellos a seguir una pauta establecida por la dirección, caso de que así sea, y separan en la práctica la labor directiva de la colaborativa. Lamentablemente, algunos promueven malévolamente esa falsa “unidad” con el fin de “guillotinar” a varios de una vez.
La verdad pareciera no interesarles, sobre todo cuando el rencor toma su lugar y se ancla con discursos falaces o posiciones insostenibles, y siempre injustificables. Somos, aunque nos truenen los oídos al escucharlo, una sociedad bastante chismosa y poco racional. Nos encanta el morbo, nos recreamos con accidentes de tránsito y últimamente justificamos, sin rubor y con “energía”, la pena de muerte como solución a nuestro fracaso. Esa frase inquisidora: “el que nada debe nada teme”, con la que se justificaba el martirio, se hace favorita en ese “club robesperriano” que cambia lo justo por lo vengativo.
¡A la Bastilla!, sería un grito oportuno si no fuera porque el siglo XXI frena la irracionalidad. Pero cuidado, aquellas sociedades lo único que generaron tras la revolución fue un sistema peor, o tan malo como el que tenían, como recientemente ocurrió con la primavera árabe. Al menos, aprendamos algo.


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