En una revolución, como en una novela, la parte más
difícil de inventar es el final (Tocqueville)
Una revolución es una revuelta social
cuyo fin es cambiar el poder político establecido. Normalmente intervienen
fuerzas militares del país o se conforma un grupo paralelo armado para enfrentar
el poder estatal. Referentes son la Revolución Francesa y la Rusa de principios
del XX.
Aquí, sin parecerlo, vivimos una con
identidades pero con diferencias propias del siglo actual. El cambio del
sistema político está teniendo su origen en un sistema judicial apoyado por una
comisión internacional y no en una violenta imposición popular o de élites,
como las referidas. No se ha decapitado a nadie como en la francesa -los
guillotinados rondaron los 15,000- ni asesinado, como en la rusa, a unos 20
millones de personas. Sin embargo, no está exenta de la sed de odio y venganza
que ambas padecieron. Esa parte de la revolución chapina se refleja en redes y ciertos
medios de comunicación que primero “disparan”: información o chismes y luego preguntan.
El pasado jueves fue un ejemplo de lo dicho.
Noticias falsas alimentaron titulares y redes a la vez que se emprendió una
campaña desinformativa por quienes
más tarde serían señalados de formar parte de un esquema de corruptela estatal.
Sobre eso, ciertos ciudadanos ávidos de revancha, utilizaron las redes sociales
para congratularse, despotricar, insultar, amedrentar y amenazar. Al rato, se
descubrió el pastel: algunas noticias eran mentira y otras orquestadas, pero ya
se había guillotinado o enviado al Gulag a mucha gente.
El binomio dueños de medios-periodistas
conforma una matriz con cuatro posibilidades. Una es que ambos sean
conspiradores; otra que sean lo contrario, y dos más en la que cada uno adopta
un papel opuesto al otro. No obstante, esa pléyade de jacobinos dieciochescos
confunde todo y piensa que quien ejercita el periodismo está invariablemente
asociado a los intereses del propietario del medio, y no es así. La mayoría de
profesionales hace su trabajo de forma independiente en cualquiera de los
medios de comunicación existentes. En lo particular, colaboro con dos y en
ninguno me han coartado, impuesto o sugerido temas o información a difundir, y
tampoco lo hubiese permitido.
El dueño de un medio es un empresario
con intereses variados: económicos, expansionistas e incluso personales, entre
los que caben políticos, sociales, altruistas y un sin fin más. Eso no obliga a
quienes trabajan en ellos a seguir una pauta establecida por la dirección, caso
de que así sea, y separan en la práctica la labor directiva de la colaborativa.
Lamentablemente, algunos promueven malévolamente esa falsa “unidad” con el fin
de “guillotinar” a varios de una vez.
La verdad pareciera no interesarles,
sobre todo cuando el rencor toma su lugar y se ancla con discursos falaces o
posiciones insostenibles, y siempre injustificables. Somos, aunque nos truenen
los oídos al escucharlo, una sociedad bastante chismosa y poco racional. Nos
encanta el morbo, nos recreamos con accidentes de tránsito y últimamente justificamos,
sin rubor y con “energía”, la pena de muerte como solución a nuestro fracaso. Esa
frase inquisidora: “el que nada debe nada teme”, con la que se justificaba el
martirio, se hace favorita en ese “club robesperriano”
que cambia lo justo por lo vengativo.
¡A la Bastilla!, sería un grito oportuno
si no fuera porque el siglo XXI frena la irracionalidad. Pero cuidado, aquellas
sociedades lo único que generaron tras la revolución fue un sistema peor, o tan
malo como el que tenían, como recientemente ocurrió con la primavera árabe. Al
menos, aprendamos algo.
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