“La
incertidumbre es una margarita cuyos pétalos no se terminan jamás de deshojar”
Bajo el título “¡Justicia
indígena!”, comenté en su momento que no estoy en contra de una jurisdicción
indígena. Los acuerdos jurídicos deberían poder suscribirse eligiendo libremente
aquella competencia que se convenga, según preferencias, filosofía del concepto
denominado ciudades libres.
El Derecho constituye el marco normativo
de las relaciones entre las partes y representa su garantía. Si se conoce anticipadamente
cuáles son las reglas -porque están claramente establecidas- y qué acciones u
omisiones pueden ser penadas con la medida que corresponda, el sujeto podrá
evaluar las consecuencias de sus actos. Eso se llama previsibilidad, pero
también certeza jurídica, y son condiciones necesarias, entre otras, para la acción humana, la atracción de
inversiones y el desarrollo.
Cuando las normas obedecen
a la costumbre -“costumbre secundum legem”-
deben plasmarse en un código escrito para que se conozcan por aquellos a
quienes se les puedan aplicar. No vale dejarlo a criterio de "autoridades
ancestrales" porque los conceptos de certeza y previsibilidad desaparecen
inmediatamente y, consecuentemente, la garantía jurídica pretendida. Para votar
por una reforma constitucional hay que conocer detalladamente el proyecto y formarse
un criterio. Es preciso saber, dónde, a quién y cómo se aplicarían esas
desconocidas normas de justicia indígena, y ese será el necesario escollo a
superar por los promotores de la modificación.
Quienes están a favor,
manifiestan que se ha aplicado con éxito desde antaño, argumento que a pesar de
no estar cuantificado ni documentado -más allá de casos puntuales- puede ser
aceptable. Sin embargo, también es evidente e innegable -busque en la web- que la
"justicia indígena" ha incurrido en graves violaciones de derechos
humanos internacionalmente reconocidos -“costumbre
contra legem”- y cuyos autores, por cierto, no han sido denunciados ni
perseguidos por defensores de tales derechos ni por organismos de la comunidad
internacional que, no obstante, están muy pendientes cuando son violados por
otros. Es más, han manifestado públicamente que los azotes no son tortura y que
seguirán con ellos.
La discusión que actualmente se da
en la sociedad sobre el agua, los ríos, las hidroeléctricas, las industrias
extractivas, los sembrados de palma, azúcar, café y otros temas similares,
genera polarización y controversias. De esa cuenta, la implementación de un
nuevo y desconocido sistema de justicia -territorial- amerita un análisis serio
pero, sobre todo, una explicación clara a la ciudadanía sobre la forma, el
alcance, el espacio de aplicación y las consecuencias. De lo contrario, un ciudadano
que desee ejercer su derecho al voto responsablemente no podrá aceptar algo
etéreo e indefinido con el simple argumento de que “así ha funcionado por
siglos”, lo que además de no ser verdad, genera un vacío de conocimiento que
impide aplicar la mínima racionalidad.
Se corre el riesgo de que fracase
una necesaria reforma judicial y, en este caso, está claro a quiénes hay que
señalar de ello. Las autoridades ancestrales están obligadas a explicar y codificar
esas normas -Hammurabi lo hizo en 1728 a. C.- haciendo posible que la
información precisa determine el voto libre. El silencio puede entenderse como
la incapacidad -o el interés- de hacerlo calladamente porque, quizá -y solo
quizá- no haya un corpus normativo más allá de lo discursivo, y eso sería mucho
mas grave: nulla pena sine lege.
Hay un solución a todo esto: la
autoadscripción libre y voluntaria al sistema que cada quien desee ¡Asunto
terminado!, pero no creo que sea factible porque la imposición -y no la
justicia- parece primar en el interesado discurso.
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