Nada justifica violar a un ser
humano, mucho menos secuestrar, torturar y desaparecer a un menor
He sido militar en activo por más de 25 años.
Durante ese tiempo
participé en operaciones nacionales e
internacionales, conjuntas y combinadas, convencionales
y especiales; planifiqué acciones tácticas, logísticas y de inteligencia; aprendí técnicas de infiltración, combate,
emboscadas e interrogatorio;
me instruyeron en defensa personal, manejo de armas, trampas y
explosivos, y transmití ese conocimiento a cientos de subordinados. En
esos años me convencí que
el militar y el policía que mejor resuelven una situación son aquellos que lo hace sin disparar, sin herir a nadie,
sin hacer uso de violencia.
Si sumo
las horas de entrenamiento -en ocasiones
interminables- llegó a la conclusión
que he dedicado tanto tiempo a asimilar las técnicas antes
descritas, como a aprender y practicar otras referidas a liderazgo,
resolución de problemas,
estudios de derecho internacional humanitario y de los conflictos armados y a mejorar la capacidad de control en situaciones complejas y adversas.
Lo que al combatiente le otorga ascendencia, legitimidad e iniciativa -además del necesario
apoyo y reconocimiento social-
no es que sea más rudo o sanguinario que el contrario sino que observe los principios rectores del derecho de la guerra, de las normas que aplican a los conflictos, de la ética en el combate y, en general, todos
los principios
universales que se refieren o regulan los
enfrentamientos armados. Por el contrario, lo denigra y envilece: el juego
sucio, emplear métodos prohibidos, usar innecesaria violencia -mucho menos extrema o gratuita-, torturar, violar o actuar como un criminal o sin
valores ni principios. Si se quiere
conservar la superioridad moral y justificar el quehacer propio, no es de recibo emplear métodos que están fuera de esos
principios generales del Derecho. Cuando eso ocurre, se deja de
defender a la patria y se la traiciona; se cruza la línea de lo incorrecto
y se incursiona en una jungla en la que la ley del más
fuerte prevalece, y no
siempre es la de uno.
El
militar, el policía, el empresario, el profesional,
se diferencian del subversivo, del delincuente, del
terrorista, del que hace
piratería o del que actúa sin cualificación, en que
los primeros cimientan su actuación en principios técnicos y morales y, los
segundos, en falsedades, violaciones a las normas, violencia,
miedo o juegan sucio. Es
por ello que la observancia del Estado de Derecho, de las reglas que guían la convivencia entre personas y el respeto a los derechos de los demás, son pilares necesarios
del actuar humano, cualquiera
que sea la situación. Las sociedades exitosas que han resuelto conflictos,
muchos de ellos enquistados por años, son aquellas
que actuaron dentro de ese marco de legalidad que concede la razón moral para confrontar cualquier situación, a pesar de los costos del
momento, porque de no
hacerlo, el precio que finalmente se paga es muy superior.
Nada
justifica violar a un ser humano, mucho menos secuestrar, torturar y
desaparecer a un menor ¡NADA! Y cuando un sociedad admite -no importa cómo lo haga- ese tipo de crueldades, debe tomarse
un respiro para meditar sobre el nivel de hastío o podredumbre mental en que se encuentra. La paz como objetivo de convivencia requiere asumir la responsabilidad de actuar legal y correctamente y establece un muro infranqueable
construido con el respeto absoluto a los derechos de los demás.
No es aceptable justificar jamás un crimen con excusas ¡Con ninguna!, y es necesario encontrar la
forma -que existe- para que la juventud de este país se desarrolle sin el peso
de la losa del pasado que no hemos superado y que sacamos fantasmagóricamente a pasear de vez en cuando.
No hay comentarios:
Publicar un comentario