El sistema de pesos y contrapesos les genera desgaste y no están dispuestos a debatir porque su concepción autoritaria no lo permite
El siglo XX fue el de los dictadores, el fascismo, el nazismo, el comunismo y el socialismo. Ningún país escapó a alguna de esas tendencias, la mayoría aupadas por ciudadanos cansados de absolutismos monárquicos que no dejaban mucho margen de actuación política ni aires de libertad. No fue si no hasta el último cuarto del pasado siglo que la mayoría de países occidentales tornaron a sistemas democráticos más o menos eficientes que abrieron paso a lo que se denominó democracia liberal.
Sin embargo, la llegada del siglo XXI evidenció aquello de que la libertad se gana cada día y que nada de lo conseguido es permanente. En el particular caso de América latina, aparecieron personajes como Chávez, seguido por otros: Correa, los Kitchner, Evo Morales y más recientemente Bolsonaro, Trump, AMLO y Bukele. Una suerte de autoritarios que, subidos al burro del populismo, han aprovechado la frustración de millones de ciudadanos cansados de sistemas democráticos que no satisfacen sus expectativas. Todo ello hace renacer la tesis de Juan Linz sobre los sistemas presidencialistas y su fracasado diseño.
Los autoritarismos populistas se han caracterizado por, al menos, dos cosas: el acaparamiento del poder y la presencia religiosa -extrema o conservadora- en la mayoría de las ocasiones. Ya en el siglo pasado tanto Fujimori, en Perú, como Serrano Elías, en Guatemala, dieron muestras de esas tendencias que ahora se perciben más habituales y acomodadas a los tiempos, pero que tienen el mismo efecto devastador. Entre el actuar de los personajes citados y la dictadura más férrea solo es cuestión de tiempo, tal y como muestra Venezuela, un ejemplo a no seguir que permite visualizar hacia donde caminan ciertos liderazgos.
El modus operandi ha sido igualmente seguido por todos: la llegada al poder en momentos de crisis y la promesa de acciones contundentes propuestas desde una tribuna nacionalista, sea en temas de seguridad o en desarrollo económico. La presencia divina en los discursos, las oraciones como elemento de comunión ciudadana y la exaltación patriótica, también son ejes sobre los que se ha construido el modelo, además del desprecio y condena a los medios de comunicación para evitar que evidencien tales barbaridades; todos, además, cruzaron la línea del respeto a valores y principios democráticos. En Venezuela, Chávez implementó la ley de habilitación, antigua forma de tomar el poder total que Hitler adoptó, y el resto de personajes citados han seguido la misma ruta de pasar, directa o indirectamente, por encima de los poderes Legislativo y Judicial. El sistema de pesos y contrapesos les genera desgaste y no están dispuestos a debatir porque su concepción autoritaria no lo permite.
El caso más reciente, el de Bukele en El Salvador, es más de lo mismo con el agregado del llamado emocional por medio de redes sociales y el uso del aparato militar-policial para ingresar a una Asamblea Legislativa legitimada igualmente en la urnas, “defecto” del que Linz advirtió en su análisis sobre la configuración de los sistemas presidencialistas. Por su parte la ciudadanía, exaltada por esa interminable espera de un líder que solucione los problema, grita y se enaltece sin advertir que en el próximo menú político ellos serán el plato principal del almuerzo, y para ser Nicaragua apenas hay un paso más. El debate regional sobre el tema sigue pospuesto y los organismos internacionales duermen plácidamente el sueño de los justos al cerrar los ojos a una frecuente realidad. Al final, una debacle anunciada será seguramente el punto de indignación de lo que ya se sabe ocurrirá.
El siglo XXI ya tiene su propio estigma: el de los populismos.
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