Poco o nada se habla de la fraternidad y frecuentemente se ignora la necesidad de fomentar y promover la ciudadanía
Celebramos este mes aquel lejano 14 Juillet. Los principios de Libertad, Igualdad y Fraternidad, además de Ciudadanía -quizá tan importante como los otros y necesario para construir el soporte de una democracia- parecieran que no calaron en esta parte del continente. Mientras que en Europa -más tarde que temprano- se asentaron, es momento de preguntarse y reflexionar qué tanto están presente en la realidad latinoamericana, especialmente con la celebración de estos 200 años de independencia.
No hay discurso, debate ni texto político o social que no incluya la libertad y la igualdad. De hecho, este último -la igualdad-, se ha manoseado por activa y pasiva, y quizá hasta desvirtuado de aquel que se promovió en 1789 y que se refirió a una igualdad ante la ley -en derechos y obligaciones- de todo ciudadano. Sin embargo, poco o nada se habla de la fraternidad y frecuentemente se ignora la necesidad de fomentar y promover la ciudadanía, otros de los valores heredados de aquellos sucesos.
Pareciera ser que queremos ser iguales y libres en un mundo en el que no se practique la fraternidad -o no se entiendan y se desarrollen los valores que conlleva- y tampoco sea necesario ejercer la ciudadanía. Ser ciudadano no es si no participar responsable y activamente en el diseño del destino del grupo social al que se pertenece. La contraposición con ser súbdito -justamente lo que intentó destruir la Revolución Francesa- consiste en no dejarse llevar por las decisiones de un poder absolutista, y analizar, debatir, informarse y tomar acción en la dinámica social diaria que desarrolla toda sociedad.
Aquí, por el contrario, pareciera ser que la visión absolutista -o el pensamiento y aceptación del poder de otro- está tan asentada que constantemente se espera a alguien todopoderoso que arregle los problemas que padecemos, y lo aceptamos con sumisión histórica. Cuando se genera el debate, las preguntas más frecuentes son: ¿qué podemos hacer? o ¿quién va a arreglar esto?, que proyectan la sensación de que sea otro quien tome las riendas pero que uno mismo no sea molestado ni implicado. Dejamos nuestro futuro en manos de aquellos a quienes decidimos elegir con inconsciencia e inconsistencia, pero el modelo permite culparlos y lavarnos las manos de nuestra irresponsabilidad, que nos sacudimos. El deporte nacional favorito no es el futbol, como en otros lugares -y quizá por eso el continuo fracaso de la selección- sino la crítica permanente y poco edificante de la realidad nacional -económica, política y social- que dejamos construir a otros por falta de ciudadanía, pero que permite la queja continuada.
El valor de aquellos revolucionarios de finales del XVIII es que tomaron las riendas en sus manos e impidieron -no sin altibajos- que el absolutismo monárquico los consumiera por más tiempo. Luego, aquella filosofía se extendió por el mundo y el responsable ejercicio ciudadano es la forma de actuar de la mayoría de las personas en países desarrollados. Aquí pareciera que llegó parcialmente el concepto pero no la inercia, y determinadas circunstancias -que ya deberíamos haber superado- nos mantienen todavía como súbditos de un poder que ni siquiera identificamos.
Sobre la fraternidad es más difícil hablar porque para ello es necesario una conciencia nacional de la que carecemos. La historia, desde 1821, ha trazado una autopista de un solo carril por la que únicamente se puede manejar en una dirección, y no todos, así que sencillamente el concepto no se trata. La mala noticia es que como leemos poco, es posible que nos enteremos de todo esto dentro de 100 años, o quizá ni eso.
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