Un discurso manido y manipulador que polariza el debate entre quienes se creen “buenos” y aquellos a los que señalan de “malvados”.
La política es una lucha por alcanzar el poder y aunque no todo es válido, algunos no terminan de entenderlo. De esa cuenta, y desde el inicio de la democracia, los distintos grupos políticos del país han accionado precisamente para llegar al poder, demasiadas veces sin observar requerimientos éticos y morales. Aquello de que el fin justifica los medios sencillamente no ha muerto y en esta administración no ocurren cosas muy distintas a las de años atrás. La diferencia sustancial es que, por primera vez, una minoría de diputados ha tomado el poder con ayuda de varios grupos, y desplazado a la mayoría dominante desde 2008.
La actual coalición en el Congreso no se ha formado por acuerdos pragmáticos de incidencia social, sino por intereses particulares, algo tampoco distintos a lo que antes ocurría. Años atrás, había que contentar a uno o dos grupos de la oposición PP, LIDER, FCN, etc., pero en esta ocasión -de ahí lo llamativo- la suma de votos requerida para contar con mayoría requiere pactos o sobornos más amplios.
En este complejo escenario concurren, además, actores fuertemente ideologizados y con aspiraciones no satisfechas. Grupos que pensaban que todo estaba “cocinado” advierten que se les cae el sistema que habían organizado y sustentado. La CC de hace unos años satisfacía a cierto entorno que se considera incólume e impoluto, pero la actual ha cambiado de manos y quienes en estos momentos la apoyan son señalado de corruptos, por aquellos otros puritanos. Un discurso manido y manipulador que polariza el debate entre quienes se dicen “buenos” y aquellos a los que señalan de “malvados”.
Lo anterior ha coincidido, además, con un cambio de gobierno en los EE.UU., y alimentado esta situación de crisis. Personajes protegidos bajos las enaguas demócratas, recurren a señalar “de corruptos” a quienes no actúan como ellos, además de generar dinámicas confrontadoras y presentarse como paladines de la decencia política. Hay incluso quienes promueven sondeos tuiteros para ver quien debería ser el próximo presidente del país, aunque acotan la selección a sus amigos o promovidos. Una militancia abierta que disimulan pero no terminan de reconocer, y que hace pensar si no la llevaban ejerciendo años atrás, aunque nos confundieran con discursos grandilocuentes y acciones distractoras desde otras instituciones. En el país se acciona de idéntica forma, y surgen igualmente protagonistas que, bajo el paraguas de su función institucional, hacen una clara militancia política -con el correspondiente sesgo ideológico- que se suma a la de los “exiliados”.
Y es que no terminamos de madurar porque la generación que litiga ha crecido con cierta contaminación histórica que es necesario superar, mientras subyace el enorme riesgo de que se traslade a nuevas generaciones y que sigan actuando con idéntica visceralidad.
Es difícil abordar esta discusión sin ser tachado de “chairo o corrupto” -calificativos de los que me quiero separar- porque en el fondo es producto del desánimo de quienes han perdido determinados anclajes institucionales que manejaban sutilmente, y les permitían contar con cierto poder político o de presión, frente a otros que lo han recuperado y pretenden resarcirse de los vejámenes sufridos en el pasado inmediato.
No entendemos que tenemos un sistema agotado del que no es fácil salir, y 200 años de independencia muestran que no han sido suficientes para ponernos de acuerdo en cuestiones esenciales. La lucha parece continuar mientras mueren niños de hambre, el desarrollo no avanza, el crecimiento económico es insuficiente y la enseñanza lleva dos años paralizada. De la salud mejor ni hablar. De momento seguimos vivos, y con eso nos conformamos ¡Vaya legado el nuestro!
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