Las dictaduras existen porque las democracias lo consienten, y las legalizan con su actitud permisiva y condescendiente.
El régimen catarí es un emirato hereditario cuya falta de democracia ha sido especialmente expuesta a partir del presente mundial de futbol. Sin embargo, eso se sabía cuando la FIFA eligió el lugar como sede, y en aquel momento, seguramente, se debatió la falta de libertades que allí se observan. A pesar de todo, quienes votaron, ignoraron la importancia de los valores y principios democráticos en la toma decisiones.
En estos días -con beneplácito norteamericano- se presiona a Ucrania para que negocie con Rusia, mientras México abre las puertas como sede para que el gobierno venezolano y la oposición se sienten a desbloquear unos miles de millones de dólares congelados en bancos extranjeros. Casi simultáneamente, el presidente Petro pacta con una facción de la guerrilla colombiana para que deje de matar. De la situación abusiva en Nicaragua, El Salvador o del histórico cubano, ni se habla.
Las dictaduras existen porque las democracias lo consienten, y las legalizan con su actitud permisiva y condescendiente. Frecuentemente excusan a los dictadores para que formen parte de un sistema democrático que decide por mayoría y consenso, excepto en sus países de procedencia. Validan que se sienten en mesas de negociaciones y formen parte de instituciones internacionales cuyos modelos de diálogo ignoran en sus respectivas naciones. No obstante, cuando esas dictaduras protegidas dejan de ser útiles a los promotores de turno -grandes potencias- la historia nos muestra que se dejan caer o se destruyen. Irak e Irán puede ser buenos ejemplos o las centroamericanas de los setenta y ochenta.
El liderazgo político internacional no tiene ningún pudor en estrechar la mano de Maduro -el presidente francés lo hizo recientemente- o en asistir a tribunas deportivas a ver la selección de su país -el rey de España hizo lo propio- ignorando que en esos lugares asesinan diariamente a sus ciudadanos y, en el mejor de los casos, tienen restringidas muchas expresiones de libertad.
El ciudadano común tampoco advierte el daño que representa ese tipo de actitudes permisivas para quienes sufren regímenes autoritarios. Y mientras se conmueve y con una mano dona fondos para luchar contra la represión de la comunidad LGTBQ, proclama en Twitter la lucha por la igualdad de la mujer o la libertad de expresión, con la otra hace lo contrario, al permitir la presencia de dictadores en foros internacionales o validar regímenes que limitan expresiones de libertad, como el de Catar que acogerá millones de personas que “van al futbol” a un lugar con alto grado de despotismo y opresión gubernamental.
No deja de ser la expresión más evidente del fariseísmo político-social que vivimos, y del que formamos parte. Militamos intensamente en partidos de izquierda o derecha y apoyamos la democracia, en la medida que nos pica la espalda, pero desconocemos eso mismo en otros lugares sin que la conciencia nos alerte del daño que hacemos por omisión.
Los regímenes autoritarios deberían ser desconocidos por esa comunidad internacional cuentista que mira sus intereses y menosprecia e ignora autoritarismos mientras no les afecten. Cuando quieren degradarlos, convocan ruidosas manifestaciones en pro de derechos humanos, de grupos o de minorías que, al poco tiempo, son obviados al sentarse complacientemente en foros internacionales con los dictadores que los generan.
Vivimos -así fue siempre- en un mundo enormemente hipócrita y de doble moral del que formamos parte activa o pasivamente, pero en el que nuestra actitud importa mucho. Sin advertirlo -o quizá si- consentimos muertes y desdichas por incoherencia con lo que pensamos, decimos y cómo actuamos.
Y es que arreglar el mundo requiere de más acciones y de menos palabrería.