Sin una cultura de legalidad es imposible
alcanzar un mínimo grado de desarrollo
Muy poco -casi nada- se ha escrito
sobre la cultural de la legalidad. Debe entenderse como una forma de
comportamiento personal y social tendiente a cumplir de buena fe -o por
imposición en su defecto- la legalidad vigente, aun sin cuestionarse si las
normas son moralmente lícitas, y representa un paso previo al Estado de
Derecho. No es Guatemala precisamente un país con esa cultural de legalidad, de
hecho hasta existe una especie de “contracultura” que ha terminado por premiar
al “chispudo” que incumple las normas, felicitar al cuate que “da cola” u optar
por callarse y no reprochar ni confrontar a quienes deciden que guardar la fila
está hecho para otros, pero no para ellos.
Sin una cultura de legalidad es
imposible alcanzar un mínimo grado de desarrollo porque se carece de
previsibilidad y, consecuentemente, no es posible planificar con garantías de
éxito. Tampoco son posibles las relaciones efectivas, toda vez que nadie
garantiza que el interlocutor va a cumplir su compromiso y mucho menos es
posible atraer inversiones que promuevan empleo porque se genera inseguridad
jurídica. En definitiva: una sociedad sin un alto grado de cultura de legalidad,
está abocada al estancamiento, al fracaso o, a lo sumo, a un imperceptible progreso
a muy alto costo ¿Le suena la premisa y la situación?
Diariamente, y por todos, se
aprecian muestras de esa falta de cumplimiento normativo. En la constitución,
la pena de muerte o la seguridad interior asignada al Ejercito -esté o no de
acuerdo con ellas- no se cumplen pero tampoco se anulan; en lugares donde hay
uno o dos carriles en determinado sentido, se termina haciendo un tercero por
aquellos que “tienen prisa”; si está guardando turno en un concierto observará
como avanza lentamente porque delante de usted muchas personas se cuelan con
absoluta impunidad, mientras el resto no recrimina la acción y estoicamente la
soporta; en ciertos lugares una propina es la llave mágica que abre la atención
personalizada por parte de quien debería hacerlo por voluntad u obligación; si
acude a la administración pública observará que el horario, la prestación de
servicio o la diligencia en prestarlo son parámetros que sencillamente no son
cumplidos sin que la jefatura del servicio correspondiente haga algo por
cambiarlo, y así puede ir anotando sus propias experiencias que seguro son más.
Hablar de Estado de Derecho cuando
la cultura de la legalidad no existe es querer correr sin haber aprendido a
caminar. Como sociedad -también como individuos- estamos aun muy lejos de ese
objetivo pregonado por medios de comunicación, filósofos, politólogos o
juristas. Da igual las leyes que se tengan -buenas o malas- porque lo
principal: ¡que se cumplan!, es todavía una asignatura pendiente. Sin el hábito
de observar la norma, es difícil entrar en una serena discusión sobre si aquella
es moralmente buena. De hecho, el debate nacional sobre la calidad normativa
termina siendo, en el fondo, una discusión estéril o una excusa para
incumplirla.
Ahora que reflexiono sobre este
importante tema, recuerde que parte del debate nacional es si el gobierno debe
o no cumplir la sentencia emitida, explicada y confirmada por la CC o cómo el
diputado Alejos ha interpuesto 14 recusaciones judiciales y paralizada la
persecución penal contra él. Dos claros ejemplos de cómo seguimos cuestionando
el cumplimiento de leyes o decisiones judiciales sin ninguna voluntad de
acatarlas y, en el fondo, no es por cuestiones filosóficas, jurídicas o
morales, sino simplemente porque no nos da la real gana de aceptar que las
normas están para cumplirse, de preferencia de buena fe, y cuando eso no ocurre
todos perdemos.
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