lunes, 8 de octubre de 2018

La cultura de la legalidad


Sin una cultura de legalidad es imposible alcanzar un mínimo grado de desarrollo

Muy poco -casi nada- se ha escrito sobre la cultural de la legalidad. Debe entenderse como una forma de comportamiento personal y social tendiente a cumplir de buena fe -o por imposición en su defecto- la legalidad vigente, aun sin cuestionarse si las normas son moralmente lícitas, y representa un paso previo al Estado de Derecho. No es Guatemala precisamente un país con esa cultural de legalidad, de hecho hasta existe una especie de “contracultura” que ha terminado por premiar al “chispudo” que incumple las normas, felicitar al cuate que “da cola” u optar por callarse y no reprochar ni confrontar a quienes deciden que guardar la fila está hecho para otros, pero no para ellos.
Sin una cultura de legalidad es imposible alcanzar un mínimo grado de desarrollo porque se carece de previsibilidad y, consecuentemente, no es posible planificar con garantías de éxito. Tampoco son posibles las relaciones efectivas, toda vez que nadie garantiza que el interlocutor va a cumplir su compromiso y mucho menos es posible atraer inversiones que promuevan empleo porque se genera inseguridad jurídica. En definitiva: una sociedad sin un alto grado de cultura de legalidad, está abocada al estancamiento, al fracaso o, a lo sumo, a un imperceptible progreso a muy alto costo ¿Le suena la premisa y la situación?
Diariamente, y por todos, se aprecian muestras de esa falta de cumplimiento normativo. En la constitución, la pena de muerte o la seguridad interior asignada al Ejercito -esté o no de acuerdo con ellas- no se cumplen pero tampoco se anulan; en lugares donde hay uno o dos carriles en determinado sentido, se termina haciendo un tercero por aquellos que “tienen prisa”; si está guardando turno en un concierto observará como avanza lentamente porque delante de usted muchas personas se cuelan con absoluta impunidad, mientras el resto no recrimina la acción y estoicamente la soporta; en ciertos lugares una propina es la llave mágica que abre la atención personalizada por parte de quien debería hacerlo por voluntad u obligación; si acude a la administración pública observará que el horario, la prestación de servicio o la diligencia en prestarlo son parámetros que sencillamente no son cumplidos sin que la jefatura del servicio correspondiente haga algo por cambiarlo, y así puede ir anotando sus propias experiencias que seguro son más.
Hablar de Estado de Derecho cuando la cultura de la legalidad no existe es querer correr sin haber aprendido a caminar. Como sociedad -también como individuos- estamos aun muy lejos de ese objetivo pregonado por medios de comunicación, filósofos, politólogos o juristas. Da igual las leyes que se tengan -buenas o malas- porque lo principal: ¡que se cumplan!, es todavía una asignatura pendiente. Sin el hábito de observar la norma, es difícil entrar en una serena discusión sobre si aquella es moralmente buena. De hecho, el debate nacional sobre la calidad normativa termina siendo, en el fondo, una discusión estéril o una excusa para incumplirla.
Ahora que reflexiono sobre este importante tema, recuerde que parte del debate nacional es si el gobierno debe o no cumplir la sentencia emitida, explicada y confirmada por la CC o cómo el diputado Alejos ha interpuesto 14 recusaciones judiciales y paralizada la persecución penal contra él. Dos claros ejemplos de cómo seguimos cuestionando el cumplimiento de leyes o decisiones judiciales sin ninguna voluntad de acatarlas y, en el fondo, no es por cuestiones filosóficas, jurídicas o morales, sino simplemente porque no nos da la real gana de aceptar que las normas están para cumplirse, de preferencia de buena fe, y cuando eso no ocurre todos perdemos.

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