lunes, 8 de abril de 2019

Atrapados en la tierra del quetzal


Se debería contemplar al funcionario como un eslabón de continuidad en las políticas públicas

Entre el presidencialismo y el parlamentarismo hay diferencias importantes que requieren ser analizadas y comprendidas. Una de ellas -sustancial y que nos afecta sin percibirlo- es que en el sistema presidencialista los ciudadanos votan por el Ejecutivo pero también por el Legislativo. Tanto el Presidente como los Diputados se consideran igualmente legitimados para ostentar la representación popular, lo que genera una pugna entre ambos que afecta negativamente la gobernanza ¡A las pruebas me remito!
Además, en la mayoría de países en proceso de desarrollo -como lo es Guatemala- y en esa relación entre políticos y ciudadanos, falta construir el espacio sobre el que Max Weber reflexiona en parte de su obra: la burocracia. Sin el funcionario de carrera la relación político-ciudadano se transforma en una caprichosa y circular devolución de favores. Una especie de “teoría de las dos espadas” en la que el votante elige al político y aquel lo premia con “digital designación” en puestos administrativos o con prebendas. Weber contempló al burócrata como un escalón intermedio entre el político y el ciudadano y aunque nada es perfecto, el hecho de contar con un elemento equidistante permite distribuir el poder y romper con esas relaciones directas que suelen mutar en corrupción y mercantilismo. Cualquier sistema político que se precie debería contemplar al funcionario como un eslabón de continuidad en las políticas públicas, además de evitar que tanto el político como el ciudadano pacten intereses fuera de ese espacio institucional al limitar -o suprimir- la arbitrariedad y la devolución de favores. Justamente lo que aquí no tenemos.
Por tanto, mientras el policía sea más leal al comisario que lo nombró que al ciudadano a quien debe proteger, el militar sirva al general más que a la Patria o el embajador a la ministra y no a los intereses nacionales, estaremos consolidando un perverso sistema autoritario alejado de la mediadora burocracia weberiana que, sin ser perfecta, limita esa nefasta relación directa de poder que enturbia las relaciones sociales, ralentiza el desarrollo y corrompe profundamente. Es por ello que no importa quien sea electo, nombrado o designado mientras el sistema no cambie. Si es corrupto y voraz multiplicará los errores o delitos evidenciados en las últimas administraciones; si por el contrario es honesto o nuevo, terminará por frustrarse -y frustrarnos- porque el sistema no le permitirá hacer lo que desea al no existir la infraestructura organizacional, la costumbre o la norma que lo permita. Conclusión: hay que centrarse en cómo cambiar el sistema y después fijarse en las personas.
Varios ejemplos evidencian lo expuesto. En España hubo un prolongado tiempo en el que no existió gobierno porque no se pudo nombrar Presidente; en Estados Unidos la particular forma de ser de Trump ha desafiado en varias ocasiones el establishment, en ambos países la burocracia continuó con la dinámica y el funcionamiento del aparato estatal -a ralentí si desea- y evitó que, como aquí ocurrió el día que se enfermó o desapareció el director de tránsito, nadie -absolutamente nadie- fue capaz de firmar permisos de circulación. “Fíjese que el licenciado no está”, es la frase más oída y la antesala de que no resolverán la situación porque al no existir una escala funcionarial con delegación de responsabilidades, el sistema se atora y colapsa.
Cada cuatro años y sin que aprendamos nada, nos enfrascamos en la misma discusión: por quién votar, en lugar de hacernos la pregunta: ¿qué debemos cambiar?, única forma de incidir en el futuro. Leamos a Weber y hagamos algo correctamente en vez de lamentarnos cada cierto tiempo y continuar rumbeando sin rumbo.

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