Se debería contemplar al
funcionario como un eslabón de continuidad en las políticas públicas
Entre el presidencialismo y el parlamentarismo hay diferencias
importantes que requieren ser analizadas y comprendidas. Una de ellas -sustancial
y que nos afecta sin percibirlo- es que en el sistema presidencialista los
ciudadanos votan por el Ejecutivo pero también por el Legislativo. Tanto el Presidente
como los Diputados se consideran igualmente legitimados para ostentar la
representación popular, lo que genera una pugna entre ambos que afecta
negativamente la gobernanza ¡A las pruebas me remito!
Además, en la mayoría de países en proceso de desarrollo
-como lo es Guatemala- y en esa relación entre políticos y ciudadanos, falta construir
el espacio sobre el que Max Weber reflexiona en parte de su obra: la burocracia.
Sin el funcionario de carrera la relación político-ciudadano se transforma en
una caprichosa y circular devolución de favores. Una especie de “teoría de las
dos espadas” en la que el votante elige al político y aquel lo premia con “digital
designación” en puestos administrativos o con prebendas. Weber contempló al
burócrata como un escalón intermedio entre el político y el ciudadano y aunque
nada es perfecto, el hecho de contar con un elemento equidistante permite
distribuir el poder y romper con esas relaciones directas que suelen mutar en
corrupción y mercantilismo. Cualquier sistema político que se precie debería contemplar
al funcionario como un eslabón de continuidad en las políticas públicas, además
de evitar que tanto el político como el ciudadano pacten intereses fuera de ese
espacio institucional al limitar -o suprimir- la arbitrariedad y la devolución de
favores. Justamente lo que aquí no tenemos.
Por tanto, mientras el policía sea más leal al
comisario que lo nombró que al ciudadano a quien debe proteger, el militar sirva
al general más que a la Patria o el embajador a la ministra y no a los
intereses nacionales, estaremos consolidando un perverso sistema autoritario
alejado de la mediadora burocracia weberiana que, sin ser perfecta, limita esa nefasta
relación directa de poder que enturbia las relaciones sociales, ralentiza el
desarrollo y corrompe profundamente. Es por ello que no importa quien sea
electo, nombrado o designado mientras el sistema no cambie. Si es corrupto y
voraz multiplicará los errores o delitos evidenciados en las últimas
administraciones; si por el contrario es honesto o nuevo, terminará por
frustrarse -y frustrarnos- porque el sistema no le permitirá hacer lo que desea
al no existir la infraestructura organizacional, la costumbre o la norma que lo
permita. Conclusión: hay que centrarse en cómo cambiar el sistema y después
fijarse en las personas.
Varios ejemplos evidencian lo expuesto. En España
hubo un prolongado tiempo en el que no existió gobierno porque no se pudo
nombrar Presidente; en Estados Unidos la particular forma de ser de Trump ha desafiado
en varias ocasiones el establishment,
en ambos países la burocracia continuó con la dinámica y el funcionamiento del
aparato estatal -a ralentí si desea- y evitó que, como aquí ocurrió el día que
se enfermó o desapareció el director de tránsito, nadie -absolutamente nadie- fue
capaz de firmar permisos de circulación. “Fíjese que el licenciado no está”, es
la frase más oída y la antesala de que no resolverán la situación porque al no
existir una escala funcionarial con delegación de responsabilidades, el sistema
se atora y colapsa.
Cada cuatro años y sin que aprendamos nada, nos enfrascamos
en la misma discusión: por quién votar, en lugar de hacernos la pregunta: ¿qué debemos
cambiar?, única forma de incidir en el futuro. Leamos a Weber y hagamos algo
correctamente en vez de lamentarnos cada cierto tiempo y continuar rumbeando
sin rumbo.
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