El país sigue confrontado porque la lucha de intereses es profunda, y en medio, la corrupción y el narcotráfico hacen fiesta calladamente
Dos hechos encadenados y sorpresivos sucedieron el fin de semana: la destitución del fiscal Sandoval -y sus declaraciones- y las explicaciones de la fiscal general. Tras la primera, desde vehículos generadores de opinión -como son las redes sociales- se esparcieron mensajes y hashtags; después de la segunda se unieron a los genuinos perfiles críticos otros recién creados, inactivos o anónimos. Los comunicados iban en dos direcciones: el apoyo al ahora exfiscal y la solicitud de dimisión de la fiscal general. Perfumó el ambiente declaraciones de algunos funcionarios USA que suelen hacerse notar en momentos especiales, al igual que hace unos años otros hicieron lo mismo en sentido contrario. Una suerte de activismo demócrata-republicano que suelen aprovechar para sus fines quienes se han tropicalizado en demasía.
El exfiscal Sandoval hizo graves declaraciones contra el actuar del MP y de su titular, y señaló interferencias en ciertas investigaciones, así como persecución y acoso a algunos fiscales. La fiscal general adujo que la FECI no registraba los casos en el sistema del MP y actuaba por su cuenta -según le parecía- sin informar ni seguir las instrucciones correspondientes. Los comentarios se decantaban por aquel que mejor caía porque en las redes no se vio el mínimo atisbo de debate o discusión sobre el fondo de los temas, característica propia de sociedades poco democráticas.
Mientras, yo me ocupaba de terminar un trabajo de “sociales” con mi hija porque la maestra tuvo el “atrevimiento” de pedirle que explicara si Guatemala es un país en construcción. Después de la “bibliografía visual” -producto del intercambio de acusaciones- creo que obtendremos buena nota en la redacción de ese trabajo escolar. Guatemala -esto no lo puso en su redacción- es un país genéticamente caudillista, profundamente visceral y sustancialmente anárquico. La identidad nacional que se proclama de muchas formas está ausente, y la ciudadanía, sin saberlo, reclama -y necesita- permanentemente un autoritario al frente que la ponga en orden, porque es incapaz de tomar las riendas de su propio destino. Las personas siguen siendo más importantes que construir la institucionalidad, y cada vez se ejemplifica más y mejor la basta literatura sobre el rol de las masas.
Con la facilidad del exterminador de cucarachas -y con idéntico sentir- se juzga, condena, destruye o justifica no importa que cosa. Lo trascendente es poder gritar -y fuerte- de vez en cuando, a modo de aquellos desahogos orwellianos del odio. No hay voluntad de contrastar opiniones, de analizar ni mucho menos de escuchar, valorar o identificar razones. Si lo dice “Juan”, y me satisface, enseguida lo tomo como letanía; si es “Pedro” quien lo afirma, sencillamente lo destruyo porque va en contra del mantra ¿Para qué perder el tiempo en buscar la verdad si lo importante es que me acoja el rebaño, o se incrementen los likes?
El país sigue confrontado porque la lucha de intereses es profunda, y en medio, la corrupción y el narcotráfico hacen fiesta calladamente. No queremos razones, porque gustamos de emociones, mucho más irresponsables y menos comprometidas, además de adaptables al momento. Tenemos malos, malísimos gobiernos, pero aquellos que pretenden sustituirlos están absolutamente desubicados, algo que también vemos en esos países con autoritarios emergentes. En el fondo, una sociedad en construcción en la que faltan albañiles, materiales e insumos varios. Nos gobiernan quienes se parecen a nosotros, pero estamos distraídos y muy lejos de hacer una catarsis medianamente sensata y profunda para cambiar porque es más divertido -y revolucionario- tocar tambores, componer letras espantosas, tuitear insultando o distraernos para superar -embolados, como decía el Nobel- la triste cotidianidad. ¡En dos días, hablaremos de otra cosa!