No nos gusta que nos lo recuerden, y preferimos culpar a La Conquista o a los Mayas y sus costumbres
Somos una sociedad violenta, muy violenta, y lo manifestamos en múltiples dimensiones: social, política, económica, personal…, aunque pareciera que no nos damos cuenta o, al menos, no tomamos suficiente conciencia de ello, a pesar de que reproducimos continuamente el modelo. Aparcamos donde nos da la real gana sin respetar lugares reservados o prohibidos; “construimos” el carril que se nos apetece cuando hay una fila que guardar; agredimos al policía si nos llama la atención en lugar de reflexionar sobre la infracción cometida; nos manifestamos vulnerando derechos de otros, bajo la excusa de reclamar los nuestros; golpeamos a la pareja, cuando no la matamos y dejamos tirada en algún lugar; compramos y vendemos voluntades con absoluto desprecio de valores y principios…, y permitimos -porque los elegimos democráticamente- que los políticos roben y abusen, mientras recibamos prebendas. Todo lo justificamos, consentimos, toleramos y permitimos, aunque nos quejamos frecuentemente como catarsis que limpia conciencias encallecidas o podridas. No nos gusta que nos lo recuerden, y preferimos culpar a La Conquista o a los Mayas y sus costumbres, aunque después de siglos deberíamos pensar en nuestra ineptitud, falta de tolerancia, además de ausencia de educación y capacidad de vivir en paz y en democracia.
Observamos manifestaciones “pacíficas de campesinos e indígenas” con comportamientos vandálicos, que no son muy diferentes a lo que hicieron la pasada semana un grupo de “veteranos militares” o “pobladores de El Estor”, amén de otras similares vividas con anterioridad y repetidas frecuentemente. Los cadáveres aparecen descuartizados, mutilados, esparcidos, como si la muerte por sí misma no fuese suficiente para satisfacer esas perversas y desviadas pasiones de quienes asesinan. No importa si son mujeres, ancianos, niños u hombres -87%, por cierto- porque en el fondo reproducimos un problema de absoluta falta de respeto, de desprecio al prójimo.
En contraste con lo anterior, no debe de haber muchos países con las iglesias -católicas o protestantes- repletas en días de culto ni cantos y predicas que no se escuchen tan fuerte desde el exterior, además de contribuir con ese diezmo purificador que avala la satisfacción del deber cumplido. Tampoco verá muy a menudo, fuera de las fronteras, esos constantes rezos, cánticos y alabanzas para que Dios resuelva los problemas con los que, poco más tarde, se enlodan los orantes. Una cadena que comienza en la propia constitución al iniciar invocando el nombre de Dios, continúa con iglesias que promueven leyes para castigar la homosexualidad y finaliza con la contundente lectura de un párrafo bíblico por parte de la reciente electa presidenta del Congreso ¡Vaya futuro que nos espera! En español castizo: somos un jodido desastre, y sumamente hipócritas.
Del otro lado están los optimistas permanentes quienes dejaron de tener los pies en el suelo hace tiempo y levitan cuál ilusionista. Permanecen deslumbrados con frases magistrales, encantadores gurús o libros de cómo alcanzar los mil y un éxitos, y construyen un mundo de felicidad virtual que los aleja de la realidad que vivimos, y de la que nos resistimos a escapar.
No vamos a cambiar. Para hacerlo se requiere de mucha más autocrítica, reflexión interna y voluntad individual de cambio, además de educación permanente y acción contundente contra quienes no desean agarrar la senda de los buenos hábitos sociales y del respeto a los demás, pero no estamos dispuesto a ello. Así que, entre lamento, quejas y culpas a otros -en lo que somos expertos- repetimos el modelo una y otra vez, sin advertir lo profundo que cavamos el hoyo.