La culpa no es exclusiva de los políticos, sino también de aquellos que lucran con su voto, ambos actos censurables y delictivos
Increíble que un partido como la UNE obtuviera la mayor cantidad de votos en primera vuelta sin haber publicado un programa político que pudiera leerse y analizarse. Los electores de los verdes -y no son los únicos- votaron sin conocer ni mucho menos analizar la propuesta de Sandra Torres. Pudieron hacerlo por fe, convencimiento, atracción por la señora o cualquier otro motivo que escapa de lo racional, pero no por estar de acuerdo con el inexistente plan.
Por otra parte, charlas con líderes de distintos departamentos -y varias denuncias- confirman la compra de votos, lo que establece un clientelismo entre el político que paga y el ciudadano que vende, con la esperanza de que si es electo le volverá a pagar en el futuro. Una prostitución del voto de la que muchos exculpan a “los más pobres”, como si fueran los únicos. En democracia todos los votos valen lo mismo, porque el derecho es universal para cualquier ciudadano, por lo tanto, no es concebible exonerar a quienes exigen iguales privilegios, pero eluden la responsabilidad de ejercerlos honestamente. La culpa no es exclusiva de los políticos, sino también de aquellos que lucran con su voto, ambos actos censurables y delictivos. Esos “pobres” -que algunos suelen justificar- tienen clarísimo que están vendiendo su derecho y libertad a elegir, y conscientemente lo hacen. Si eso se justifica por necesidad, cualquier otra cosa: prostitución, robo, atraco o similar, podrá ser igualmente justificable ¡No nos engañemos! Lo que hay que promover -teniendo como principio no cuestionable el voto universal- es que quienes elijan lo hagan con responsabilidad o, de lo contrario, sean condenados con igual contundencia que quienes les pagan. No hay que callar ni ser débil para decirlo porque ninguno es víctima, y ambos son delincuentes.
Lo que reflejan los hechos descritos es que hay un lupanar de la democracia. El ciudadano, exigente de derechos, ha olvidado la responsabilidad de ejercerlos con ética, porque le importa un soberano bledo el programa político de los candidatos y es feliz si se embolsa una cantidad de dinero, aunque sea prostituyéndose con el voto. No nos quejemos luego de los resultados, porque aquel que pagó a quien lo votó, necesita depredar recursos públicos para resarcirse y volver a pagar a otros, que se sumarán a esa subvención encubierta.
El comportamiento no es más que el reflejo de una extensa hipocresía nacional que mientras sea silenciosa no perturba, no molesta. Llenamos el país de moteles para ocultar infidelidades, pagamos parte del salario en nómina o factura y otro poco en cash, para eludir deberes fiscales, y compramos el carro o la casa a nombre de la empresa para desgravar impuestos. Un país con demasiada ciudadanía de doble moral -y poca ética- capaz de hacer todo lo anterior mientras se rasgan las vestiduras en público para mostrar el enojo que producen “los corruptos”, y grita reclamando -pero a otros- decencia, dignidad y buen gobierno. De tal cuenta, nunca acertamos a seleccionar bien a los gobernantes por razones como las citadas, aunque no falta aquello de culparlos continuamente.
Como es habitual, en esta ocasión deberemos elegir entre bandidos o inexpertos. Seguramente apostemos por la decencia -aunque ya veremos la cantidad de votos que consiguen los otros- y dedicaremos una administración más a aprender como gobernar “bien” el país. En 2027, el debate no será muy diferente, porque volverán los mercaderes de votos con proyectos de infraestructura, canastas, bolsas solidarias, becas…, para seguir desanimando al reducido grupo que va quedando de “honestos a toda costa”.
Siento que la realidad sea tan dura de describir, aunque ni siquiera así despertamos.