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lunes, 19 de septiembre de 2022

Nayib Bukele, un populista de manual

Bukele promete todo lo que muchos ciudadanos descontentos quieren escuchar, y es idolatrado sin advertir las consecuencias de su irresponsabilidad 

Durante la conmemoración de la Independencia de El Salvador, el Presidente Bukele anunció su intención de reelegirse, aunque al igual que Chávez negara en su momento que lo intentaría. Lo hizo el día que la calificadora Fitch advirtió de una “situación de liquidez grave” en el país, pero también tras el fracaso en la implementación oficial del bitcoin -con altísimo costo económico y dificultad de acceso a financiamiento- y una vez con el control de los poderes legislativo y judicial, además del militar y policial. 

Bukele sigue un guion perfecto de cómo expandir un sistema populista al autoritarismo, del que derivará, como ocurrió en Venezuela y Nicaragua, una dictadura. Ortega fue más lento, más burdo, menos expresivo; a Bukele se le ve venir. Chávez tuvo dinero del petróleo, y lo aprovechó; este tiene serios problemas con las financias gubernamentales, y convenientemente distrae la atención. El salvadoreño es un mago en el uso de las redes sociales; el venezolano fue un encantador de serpientes con el uso del léxico, y la imagen. Todos ellos son producto de lo que el indicador Latinobarometro expresó hace meses, aunque pocos prestaron atención. En El Salvador, un 63% de los ciudadanos dicen aceptar un gobierno autoritario siempre que les solucionen sus problemas, superior a la media del 51% que es la de Latinoamérica (Guatemala tiene 57%). Hay muchas causas para elucubrar respecto del “fracaso del sistema democrático”, tal y como el informe indica, pero hay una que poco se debate porque requiere de una catarsis profunda que parece no asumirse. 

Terminados los conflictos armados internos o las dictaduras -según los casos- los ciudadanos pensaron que la democracia iba a solucionar mágicamente los problemas sociales y económicos. Se lanzaron a promover manifestaciones, protestas y marchas para exigir derechos: educación, salud, vivienda, medioambientales y otros, pero ningún político explicó que esas exigencias no son gratuitas -como venden muchos- sino que tienen un alto costo económico que deben de asumir, precisamente, quienes las reclaman. De otra forma: se consagran derechos sin hablar de responsabilidades, y la mayoría de los ciudadanos, generalmente poco educados cuando no analfabetas, repite el mantra de la gratuidad, que traducido significa: que lo pague otro, a quien identifican como “el Estado”, una especie de tótem que todos integramos. Es evidente que un modelo así genera frustración porque los servicios públicos no se activan por generación espontánea, sino que requieren financiamiento.

Bukele promete todo lo que muchos ciudadanos descontentos quieren escuchar, y es idolatrado sin advertir las consecuencias de su irresponsabilidad, y del costo que tendrá a futuro. Los salvadoreños parecen no haberlo entendido, y en unos años el “pulgarcito de Centroamérica” volverá a ser todavía más pequeño económica y socialmente, en el momento que se consume la dictadura que inicia. Cuando eso ocurra, tal y como pasa en Cuba, Venezuela y Nicaragua, muchos habrán sido asesinados, otros estarán en el exilio, el país económicamente destruido y los lamentos -tal como vemos en esos otros lugares- serán escuchados desde la distancia por quienes sustentan esa simpleza de “la voluntad del pueblo”, sin advertir que ni gobernante ni ciudadanos pueden vulnerar leyes o derechos de otros.

Seguimos sin entender lo que es la democracia y lo que puede dar de sí, y anhelamos que otros paguen aspiraciones sociales que políticos irresponsables convirtieron en derechos. Los chilenos, mucho más educados política, social y económicamente, han sabido parar un tren desbocado con el alto a las reformas constitucionales, mientras se toman un mesurado tiempo de reflexión. 

Una vez más, la educación y la cultura política hacen la diferencia en la ciudadanía, y en los países.

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