La juventud se gestiona como un recurso y la infancia como un territorio administrativo. A los padres se les descarta como responsables naturales de sus hijos, salvo cuando interesa culparlos de algo.
Australia, ese lugar lejano que apenas identificamos, ha decidido prohibir el uso de redes sociales a los menores de 16 años. No lo han hecho los padres, no. Lo ha hecho el gobierno, ese ente todopoderoso que, al parecer, sabe mejor que cualquier progenitor qué es lo que conviene a sus hijos. Porque si algo queda claro en las democracias modernas es que el Estado siempre sabe más, incluso sobre la crianza ajena.
La norma se impone sobre bases de creencias morales, pedagógicas y psicológicas de quienes gobiernan, no sobre la diversidad y responsabilidad de criterios familiares. Da igual lo que los padres piensen, sepan o quieran: el gobierno ya piensa por ellos. Hace tiempo —bastante, por cierto— que los padres dejaron de ser considerados los principales educadores de sus hijos. Hoy son, como mucho, usuarios secundarios del sistema.
El Estado decide qué películas pueden ver los menores —por eso las clasifica—, qué redes sociales pueden usar y a qué edad, pero también si pueden abortar antes de los 18 años sin informar a sus padres, aunque no sean plenamente responsables para firmar un contrato, conducir o comprar alcohol. Curiosamente, tampoco lo son para votar, salvo cuando conviene ampliar el electorado, y la edad, como tantas otras cosas, se convierte en una variable política, moldeable según el interés del momento.
La juventud se gestiona como un recurso y la infancia como un territorio administrativo. A los padres se les descarta como responsables naturales de sus hijos, salvo cuando interesa culparlos de algo. El resto del tiempo, se les considera un estorbo. Desde el poder se prohíbe o autoriza lo que los menores pueden o no hacer, conforme a la sabiduría infinita de autoridades, expertos, comités y asesores que —por supuesto— jamás se equivocan.
No falta mucho para que se cree un Ministerio de Internet, Redes Sociales y Crianza Digital Responsable, con su correspondiente burocracia, presupuesto y campañas institucionales. Todo por el bien del menor, naturalmente. Siempre por su bien. El bien definido desde un despacho.
Cuando se aprobó la Declaración Universal de los Derechos Humanos, y en particular el artículo 26 sobre el derecho a la educación, bastó “solo” un año para que uno de sus redactores advirtiera del peligro: no se puede negar a los padres el derecho a educar a sus hijos. Gracias a esa objeción se incluyó el párrafo tercero del artículo —que debería ser el primero—, reconociendo el derecho preferente de los padres a elegir la educación de sus hijos. Aquella cláusula abrió la puerta a que no fuera el Estado, en exclusividad y como hasta entonces estaba previsto, quien monopolizara la educación. Hoy esa puerta está formalmente abierta, pero prácticamente clausurada.
Y no todo es culpa del Estado. Los padres también han hecho su parte. Cada vez más cómodos en el espacio de la responsabilidad delegada, prefieren que sean los colegios, las iglesias o el Estado quienes eduquen a sus hijos. A ser posible, gratis. Porque educar es un “derecho”, pero ejercerlo como deber ya no resulta tan atractivo. Muchos padres se lavan las manos con entusiasmo y reclaman servicios educativos mientras renuncian a su papel esencial: formar, acompañar y poner límites. Educar exige tiempo, criterio y conflicto. Delegar es mucho más cómodo.
Me resulta profundamente vergonzoso que sea una entidad pública la que decida qué videos pueden ver mis hijos, cómo deben usar sus redes sociales o qué pueden hacer con su cuerpo sin que yo pueda siquiera opinar. Que el Estado se arrogue el derecho de sustituir a los padres en decisiones morales fundamentales no es progreso: es vergonzosa renuncia colectiva.
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