El aparente vínculo casuístico entre la reunión en Alaska y el despliegue de fuerzas militares norteamericanas en el sur del Caribe resalta estos intereses
Desde hace siglos, la política internacional ha estado marcada por una dinámica de repartición del mundo y el ejercicio de la hegemonía de las potencias dominantes en cada momento. El fenómeno se repite a lo largo de la historia desde el Tratado de Tordesillas en 1494, por el que España y Portugal se dividieron el mundo conocido en un intento por controlar vastas áreas del globo en aquel inicio de la globalización temprana.
Este patrón se replicó durante la Conferencia de Berlín de 1884-1885, donde las potencias europeas acordaron repartirse África, lo que consolidó sus influencias coloniales en el continente. De igual manera, luego de la Primera Guerra Mundial, se redibujó el mapa de Europa y Medio Oriente, repartiendo territorios de los perdedores de la Gran Guerra y del colapsado Imperio Otomano. Más tarde, las conferencias de Yalta y Potsdam de 1945 demostraron nuevamente cómo las potencias aliadas, ganadoras de la Segunda Guerra Mundial, manejaron el reparto de áreas de influencia, particularmente en Europa.
La reciente reunión entre Trump y Putin en Alaska se inserta en esta misma lógica histórica. Los Estados Unidos, que ahora ven a China como su principal rival -en lugar de Rusia-, necesitan alinearse estratégicamente. Putin, por su parte, requiere solventar ciertos problemas para poder revitalizar su poder, ya que la situación en Ucrania, que expone la incapacidad de Rusia para resolver conflictos prolongados, es un obstáculo que el Kremlin quiere resolver cuanto antes y bajo términos favorables. Mientras tanto, Trump busca reactivar la Doctrina Monroe para reforzar la pérdida de influencia estadounidense en América Latina, obstaculizada por Rusia y China. Por lo tanto, es posible, pero también necesario, que ambas naciones colaboren para alcanzar sus objetivos.
Podría forzarse la paz en el conflicto entre Ucrania y Rusia, y permitir a esta última mantener el control de una región clave como el Dombás. Mientras tanto, Rusia reduciría su influencia en América Latina, facilitando así un enfoque norteamericano más directo contra China y probablemente debilitando regímenes autoritarios como los de Nicaragua y Venezuela, y en menor medida en El Salvador; Bolivia y Ecuador parecen estar “bajo control”. Esta estrategia compleja busca, en última instancia, reducir la influencia china en Latinoamérica y consecuentemente el control sobre puertos, minerales estratégicos, telecomunicaciones y el espacio electromagnético e inversión y desarrollo en infraestructura crítica en la región.
El aparente vínculo casuístico entre la reunión en Alaska y el despliegue de fuerzas militares norteamericanas en el sur del Caribe resalta estos intereses. Sin Rusia en la ecuación del conflicto y con el silencio de Putin, China, que carece de capacidad militar en la región, lo tendrá más difícil, aunque presionará a sus alianzas autoritarias en América Latina antes la imposibilidad de un enfrentamiento directo con los Estados Unidos. Sin embargo, conscientes de que el tiempo es una de sus mayores ventajas, junto con su poder económico, las estrategias chinas pueden posponer la confrontación hasta tiempos más propicios en los que Trump ya no esté en el poder y Xi Jinping continue en el cargo.
Es posible que antes de fin de año se pueda definir más este escenario complejo, porque el inicio del 2026 debe de confrontar otras situaciones geoestratégicas, bajo el apercibimiento de perder el tiempo inicial del mandato presidencial norteamericano para establecer bases sólidas que permitan ciertos cambios.
Una vez más, estamos asistiendo a ese reparto sórdido del mundo, con actores conocidos en los últimos años, y con formas y métodos que suelen pasar desapercibidos a ciudadanos globalizados, más pendientes de unas vacías y distractoras redes sociales que del realismo en el acontecer mundial.
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