Los malos -que a veces se notan y otras pasan desapercibidos- no están dispuestos a dejar de percibir cientos de millones de dólares sin reaccionar
Que militares norteamericanos vayan a ampliar los puertos y que tecnología estadounidense controle los aeropuertos nacionales no es casualidad ni dejadez gubernamental. Nada se mueve sin cálculo. Todo responde a un plan perfectamente diseñado para cerrar -con candado made in USA- las puertas de entrada y salida del narcotráfico, pero también de los millonarios flujos que acompañan a transacciones informales de mercaderías, dinero y personas. Washington se asegura de que el caos no se desborde, y desde aquí se aprieta el grifo de quienes por tiempo hicieron fortunas gracias al “desorden organizado”.
Y como las coincidencias no existen, justo durante esas actuaciones se fugan mareros de prisión y desaparecen armas de una base militar. Nada menor. El primer episodio termina con la destitución del ministro de Gobernación; el segundo debilita al de Defensa. ¿Chapuzas monumentales de dos funcionarios incompetentes o acciones pensadas para sacarlos del tablero? Todo apunta a lo segundo. Ambos ministros son responsables de la seguridad y, con puertos y aeropuertos bajo control extranjero el cerco se cierra desde dos frentes, y a algunos no les gustó.
Es evidente que Estados Unidos -por petición del gobierno, aunque también por puro interés estratégico- se está haciendo cargo de la seguridad nacional; una inversión geopolítica. El Ejecutivo se lava las manos con jabón importado, los norteamericanos aseguran las zonas de ingreso y salida, y juntos sonríen frente a las cámaras. Y, en compensación, el país recibe la retirada de los aranceles impuestos hace unos meses y un par de beneficios extras. Nada es gratis, pero teniendo en cuenta el precio de combatir al narcotráfico y el crimen organizado, el trato no parece malo. En tiempos de la Guerra Fría poníamos los muertos; ahora, por lo visto, otros pondrán la cara. Algo hemos ganado.
Pero no todo el mundo celebra. Los malos -que a veces se notan y otras pasan desapercibidos- no están dispuestos a dejar de percibir cientos de millones de dólares sin reaccionar, y eso es precisamente lo que representan estas nuevas medidas: pérdidas colosales en tráfico de drogas, lavado de dinero y control de rutas. La violencia que se vive no es consecuencia de un “incremento natural del crimen”, como alegan algunos distraídos, sino un claro mensaje de quienes ven cómo su negocio se desmorona. No son amateurs, golpean donde duele y saben cómo exhibir un Estado que parece inútil para defenderse. Además, demasiados políticos y candidatos reciben parte del botín, o están endeudados con sus financistas.
Para colmo, desde el Congreso ya no controlan comisiones clave de seguridad y defensa, y si no pueden apagar radares, sus aviones con carga dudosa no vuelan tranquilos. Sin aduanas dóciles, el flujo se vuelve caro e impredecible, y si también los puertos están supervisados por militares que hablan inglés, el margen de maniobra se reduce al mínimo.
Así se empieza a construir estratégicamente una autopista hacia la optimización de recursos contra el crimen organizado. Que otros hagan el trabajo sucio, al menos por esta vez, parece extraordinariamente rentable. Claro, tiene costos políticos, diplomáticos y de soberanía simbólica, pero en un país donde la soberanía real la han controlado por décadas otros, la discusión se vuelve irónica.
En resumen, lo que vemos hoy no es improvisación ni caos, sino confrontación. Una batalla entre un Estado que intenta alquilar músculo extranjero y mafias que no están dispuestas a renunciar a sus millonarias ganancias. Que el reacomodo traiga paz, control o simplemente una guerra más sofisticada, está por verse. Lo único seguro es que nadie está jugando a medias. Aquí todos mueven grandes piezas en un tablero tropicalizado.
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