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lunes, 30 de marzo de 2020

Quién te lo iba a decir

Acaso no extrañas llegar a un restaurante y que te digan que debes esperar 30 minutos para que se desocupe una mesa

Quién te iba a decir que debiste haber incluido en tus propósitos para 2020, besar más a tus hijos, mimar a tus seres queridos o saludar fraternalmente a tus vecinos. Quién te iba a decir, joven adolescente e insolente, que tendrías que abrazar más a tus papás -hasta cansarte- sin reparar en esa vergüenza, propia de la edad, que rehúsa caricias, besos y apapachos. Quién debió advertirte que no volverías a ver a familiares mayores, arrebatados súbitamente y sin tiempo para despedirte de ellos o echarles una última mirada.
Seguro extrañas pasear por aquellos centros comerciales atiborrados de personas que apenas te dejaban espacio o hacer interminables colas para ingresar al cine o a conciertos, rodeado de otros irritados por la espera, como tú. Acaso no echas en falta llegar a un restaurante y que te digan que debes esperar 30 minutos para que se desocupe una mesa, mientras permaneces de pie con niños gritando y girando a tu alrededor que te empujan y pisotean. Quién te iba a decir que echarías de menos el tráfico de ida y regreso al trabajo o aquel que se producía en cualquier momento del día. Quién te ha vetado la charla con la vecina o con el jardinero cuando paseas por el condómino. Cosas simples que hacíamos por costumbre y que de pronto se han perdido. Momentos de los que estábamos cansados, porque eran la rutina de cada día, se convierten ahora en sueños imposibles, sin que sepamos con certeza cuándo regresarán.
En poco tiempo, todo habrá cambiado en muchos lugares. No veremos a ciertos familiares y amigos porque se fueron, se los llevaron sin nuestro permiso, y no volverán. La vida, súbitamente, te sorprende, te hace aterrizar bruscamente y volver la vista a cosas simples que adaptaste a tu comportamiento sin darte cuenta, y a las que habías quitado valor. Qué más daba un saludo, si al día siguiente podías hacerlo. Qué importaba un abrazo o un beso olvidado por la mañana si podías recuperarlo al regreso en la tarde. Qué importancia tenía aquella actividad escolar de tus hijos si en definitiva todos los años, cuando no más a menudo, podías asistir a otra. Se perdieron los saludos, las sonrisas, los momentos… Las manos que se juntaban mientras paseabas o veías televisión, buscan ahora contacto en la soledad. Los viajes encajonados en innumerables fotos perdidas en el espacio electrónico se añoran como nunca. A miles de millones de atrevidos seres humanos nos han puesto en nuestro sitio, y extrañamos pasear, abrazar, compartir, sonreír… Nos han hecho reflexionar sobre aquello a lo que dejamos de darle crédito y valor.
Salir de comprar será un placer en el futuro, especialmente si es en familia. Reunirnos en torno a una mesa, rodeado de otras mesas que gritan o aplauden como la nuestra, un privilegio que no dejaremos escapar. Sentarse a ver TV tomados de la mano, una oportunidad de oro. Vivir en el tráfico, la mejor forma de comenzar o terminar un día y no una maldición cotidiana. Regresar al colegio, un deseo hasta ahora desconocido ¡Cuándo volveremos a experimentar lo que antes desdeñábamos!
Seremos generaciones de afortunados si seguimos respirando un aire contaminado en un entorno ruidoso, con un ambiente cargado. Será momento de reflexionar sobre el “yo”, el “nosotros” y el “ellos”. Tiempo de pasear, reír, besar, abrazar, compartir, amar…
¿Ha pensado en la oportunidad que tendremos de recomponer valores perdidos? Estimemos más lo que tenemos antes de que se esfume. Valoremos el cariño de los nuestros. Démonos cuenta lo maravillosa que es la vida. 

lunes, 23 de marzo de 2020

La sutil hipocresía (inter)nacional

El famoso coronavirus ha vuelto a ponernos a prueba y revelado la idiosincrasia habitual, sin cambios sustantivos

Tuve un jefe que cuando se jubiló nos visitó a varios amigos con el fin de compartir recuerdos y vivencias. En aquella reunión, le pregunte qué quedaba cuando se alcanzaba la edad de retiro. Serenamente, como siempre hablaba, me dijo que tres cosas: a) difícilmente lo engañaban, b) se reunía con quien deseaba y seleccionaba a sus amigos, y c) que podía hablar claro sin temor al que dirán. No se si llegué a esa edad en la que puedo acomodarme sobre el trípode de aquellos consejos.
El famoso coronavirus nos ha vuelto a poner a prueba y revelado la idiosincrasia habitual, sin cambios significativos. Fue música celestial escuchar aquel lema de #TodosUnidosPodemos, el llamado presidencial a que ayunáramos y oráramos, amén de prédicas, pláticas, alabanzas y diversas consignas y buenas intenciones mostradas por iglesias, grupos, asambleas o personas individuales. Sin embargo, si llegó al supermercado pudo ver, en una atmósfera tóxica, interminables colas en las que unos miraban a otros sin hablar, con la carreta lista para entrar a comprar e ignorar el consejo de no acumular porque se podía producir desabastecimiento, además de encarecer los productos ¡A la mara le peló el egg, aquí y en medio mundo!
¿A quien puñeta le importan los otros?, me pregunté con la franqueza de mi exjefe. El otro puede ser agredido, atropellado en sus derechos o ignorado, por quedarme en tres calificativos. Lo importante es uno mismo y si es necesario comprar todo el super pues se hace, y punto. En las dificultades incrementamos el ardor patriótico y nos declaramos “chapines de corazón”, pero el que venga detrás que arree porque para eso está el templo, la oración, el diezmo o la limosna, capaces de limpiar nuestra frágil conciencia resentida. Perdón, pero como titula un mi amigo su libro: ¡qué hueva!
El gel desinfectante es mío, y las toallitas húmedas también. No digamos los frijoles, garrafones de agua, productos de limpieza y comestibles en general ¡Si yo fuera el virus -pensé- les daría una lección que no olvidarían! Y es que hasta el papel higiénico depredaron, sin advertir que el “bicho” no provoca flojedad de vientre.
Encontramos también a patrones insensibles y empleados aprovechados, porque la soberbia -es soberbia y no egoísmo- no conoce clases ni distingue abolengos. Unos, querían que sin transporte público llegaran trabajadores, como si en este país fuese posible semejante cosa. Los otros, quedarse en casa y que el empresario -al que le “sobra el dinero”- pague su tiempo de cuarentena y las subvenciones que, sin duda, decretará el político. Algunos más, criticaban a empresarios que donaron millones, pero callaban el irresponsable reclamo de bonos extraordinarios por parte de sindicatos de Puerto Quetzal y de la SAT. Ninguno comprendió que si la empresa  quiebra se van todos al carajo ¿Otra vez egoísmo? ¡Que no, que se llama soberbia!, y si quiere ponerle apellido para que el término no sea más hijo de…, añádale desprecio al prójimo.
Los valores de la vida en sociedad se aprenden en casa, en el colegio y en la calle, porque los otros también educan, y cuando no se han mamado no valen pajas piadosas que terminan revelando como somos realmente. Hay sociedades que requieren una catarsis muy profunda para comprender que el respeto a los demás y la civilidad son claves para la vida en sociedad, y la solidaridad y la responsabilidad patrimonio privado. Nada de ideologías, aquí -y en medio mundo- lo que falta es educación para vivir en común. 
Creo que llegué a la edad de Rodrigo, mi exjefe, a quien agradezco profundamente su lección de vida.

lunes, 16 de marzo de 2020

El tsunami del coronapánico

El jodido virus ha evidenciado que la sanidad pública más avanzada parece no estar preparada para catástrofes

En algún momento -no ahora- se hará un análisis del impacto del coronavirus más allá de aspectos relacionados con la salud. La primera plaga del mundo de las redes ha generado su propia pandemia: la mediático-alarmista. Grandes catástrofes suelen ir acompañadas por alarmismos que generan confusión y contribuyen al desconcierto, de ahí la vieja lección de: en caso de alarma, conserve la calma.
Es innegable el rápido contagio de la enfermedad y su propagación, pero, las redes, capaces de alborotarlo todo, han hecho del coronavirus una excusa para que cada uno aporte al caos su parte de pánico o irresponsabilidad. Sin necesidad, se han vaciado supermercados y agotado todo lo vendible, cerrado centros de enseñanza o cortado la comunicación con el mundo, entre otras cosas. Con el ánimo saludable de evitar la contaminación de otros, hemos olvidado que lo único que se podrá hacer es retrasarla y seguramente en el futuro próximo veremos una crisis económica que igual termina afectando a muchas más personas. 
Ese tsunami de opinión ha hecho que el ciudadano exija a sus autoridades no importa que barbaridad bajo un miedo imaginario y superior a la realidad. La responsabilidad individual se ha subsumido en la gestión del liderazgo político que ha seguido las pautas de la presión pública, generada de forma similar a la que ocurrió con aquel efecto Y2K, olvidado o no conocido por muchos que ahora usan redes. 
El pánico ha liderado la toma de decisiones y lo racional se ha supeditado a la emotividad del momento transmitida inmediatamente por redes a los que estamos suscritas. Se ha percibido clara diferencia entre lo que dicen políticos y algunos medios de comunicación y las recomendaciones de científicos, mucho más sosegadas y menos alarmistas. Y es que nos gusta la bulla, el chisme y poner fotos de calles vacías o pacientes en el hospital ¡No nos engañemos! 
El jodido virus ha evidenciado que la sanidad pública más avanzada parece no estar preparada para catástrofes y la acumulación en cuidados intensivos de muchas personas -no todas por coronavirus- ha generado la vieja práctica de la medicina de guerra que clasifica y atiende a quienes tienen posibilidades de supervivir, dejando a otros a su suerte. También ha crecido el nacionalismo y la consecuente exaltación patriótica, y la emotividad ocultará nuevamente los grandes errores de la organización política que falla a cada prueba extrema a la que es sometida.
Aquello de: “más vale prevenir que curar” -que es cierto- o esto otro de: “cualquier medida es buena para evitar el contagio”, no se aleja mucho del viejo postulado del “fin justifica los medios”. Lo triste es que en pleno siglo XXI, cuando la humanidad ha avanzado más que nunca, sigamos sin utilizar la razón con el nivel esperado y deseado, además de acorde con las circunstancias. 
Lo que si quede seguramente para el futuro es que podemos hacer muchos trabajos desde casa, cambiar el horario en ciertos establecimientos, que China es el país que más contamina el medio ambiente, que a la OPEP no le gustan las crisis, que la ley de la oferta y la demanda es clave para comprender los precios, que es preciso potenciar la enseñanza virtual y modificar el horario escolar y que las oraciones hay que hacerlas en soledad para evitar contagios.
Seguramente y de forma milagrosa China, Rusia, USA o Bukele terminen con el coronavirus, y la plebe se exaltará de nuevo con otro asunto por venir. Mientras, la razón parece estancada en principios del siglo pasado y pocos se acuerdan de ella. Dicho esto: evite infectarse.

lunes, 9 de marzo de 2020

Del feminismo al extremismo feminista

De ahí esas teorías, repetidas hasta la saciedad, del heteropatriarcado y el consecuente desprecio del hombre 

Sería absurdo e irracional rebatir la negación y el desprecio al 50% de la población humana a lo largo de la historia del ser humano. La mujer, por cuestiones relacionadas con la supervivencia -al inicio- y a costumbres sociales tangenciales con la propia biología -después-, ha estado ausente de la toma de decisiones y participación pública. No es hasta finales del XIX y, sobre todo, bien entrado el siglo XX, que el mundo comienza a escuchar un reclamo legítimo de mujeres que no quieren seguir estando a la sobra del hombre ni desplazadas del protagonismo laboral, social, familiar, etc.
De esa cuenta, los movimientos feministas toman sentido al presentar a seres humanos -mujeres- tradicionalmente desplazado por otros -hombres,- y anulados particularmente en la vida pública. El modelo excluyente, mantenido por siglos, fue perpetuado por hombres, pero también por mujeres, que sustentaron tal forma de actuar en razones biológicas, culturales y religiosas, principalmente. A pesar de todo, las sociedades tradicionales sobrevivieron, en muchas ocasiones, gracias a un matriarcado en la sombra que permitió la observancia de valores, formas y sobre todo protección y supervivencia.
Los nuevos tiempos dieron una vuelta sustantiva a esa forma segregacionista de pensar y, afortunadamente, la mujer tomó su espacio en la legislación de forma que se terminaron reconociendo derechos y obligaciones por igual, al menos en un marco jurídico teórico que evidentemente requerirá de algunas generaciones para ponerlo plenamente en práctica, como sucede con casi todos los cambios sustantivos.
Sin embargo, el legítimo movimiento feminista ha sido parasitado por ciertos grupos radicales que han terminado por hacerle más daño que favor. Además, determinadas formaciones políticas de ideología extrema tomaron la bandera para posicionar temas colaterales que nada tienen que ver con el reclamo legitimo de la igualdad de derechos y obligaciones, como el aborto, las cuotas en la función pública y cuestiones similares.
De esa cuenta, se ha terminado por mezclar una cosa con las otras y radicalizado protestas como las que se han venido viendo últimamente en varios lugares del mundo. Esos grupos feministas y extremistas no distan mucho de aquellos otros que se negaron a facilitar los derechos de las mujeres, con el agravante de que los primeros basaban sus posturas -equivocadamente si se quiere- en razones culturales, biológicas o de tradición; estos otros, por su parte, son racionalmente operados y terminan construyendo sobre el odio más que sobre la razón o cualquier otro principio inocente. De ahí esas teorías, repetidas hasta la saciedad, del heteropatriarcado y el consecuente desprecio y condena generaliza del hombre, justamente lo que rechazan en relación con su devenir histórico.
Las cosas deben tener su justa medida, pero, en una sociedad cada vez más emotiva que racional, es muy difícil manejar argumentos y juicios que no terminen diluyéndose en redes sociales, protestas musicales con la cara tapada o destrucción del entorno como desahogo de una frustración más ideológica y personal que social o de respuesta a realidades históricas. Emerge la teoría del péndulo, aquella que nos hace pasar de un extremo al otro sin advertir que terminamos justamente en el mismo nivel de intransigencia que se pretendía anular.
En estas fechas en que se celebra el día y por extensión el mes de la mujer, es bueno presentar el tema desde una visión reflexiva. De lo contrario es posible que, en algunas centenas de años, estemos celebrando el día de hombre con idénticos reclamos históricos que, por cierto, la religión no ha terminado de arreglar en sus postulados y enseñanzas eminentemente masculinizadas ¡Al tiempo si no!

lunes, 2 de marzo de 2020

Hacer piñata de lo público

Los Estados han ido esquilmando en la medida que estas prácticas se han perfeccionado en todos los niveles

Entre lo público y lo privado hay una diferencia sustancial: la propiedad de lo que se maneja o gestiona. Cuando aquello que se administra es propio, los resultados dependen de la buena o mala pericia en la gestión. Sin embargo, administrar lo público no suele tener un costo directo para quien descuida su quehacer, por lo que no es necesario ser eficaz ni eficiente en alcanzar los resultados que se hayan podido plantear previamente.
Los políticos -de aquí y de allá, como diría Alberto Cortéz- manejan la cosa pública con desfachatez y alegría sin límite, precisamente por la tesis antes indicada. Se asignan vehículos, combustible, asesores, comidas, teléfono, seguro de vida y médico,  comisiones, caja chica -con grandes números- y prebendas similares que duplican o triplican el salario asignado que suele ser el único conocido. No tienen empacho en pactar esos privilegios ni tampoco consentirlos en otros colectivos: organismo judicial, puertos, sindicatos y otras instituciones. Una suerte de pacto de canallas que pagamos los ciudadanos que, desde la economía formal, practicamos valores y principios éticos que deberían regir una sociedad organizada.
Pasar la línea de la ética en lo público es muy sencillo. De una determinada asignación para “representación” -que se debería destinar a atender situaciones difíciles de explicar, pero sencillas de comprender- se termina por aparcar el carro oficial con los guardaespaldas a la puerta del restaurante o bar de copas hasta que el funcionario de turno finalice la hartada o libada correspondiente y así disponga de transporte hacia su domicilio. No hay que dejar de mencionar el vehículo oficial que lleva a los hijos al colegio para que el dignatario o su esposa no pierdan un solo instante y se distraigan de su importante labor o que el chofer asignado les haga la compra del supermercado. A ello hay que sumar los asesores contratados que suelen ser amigos, parientes o compromisos previamente contraídos y el grupo de secretarias a quienes algunos consideran que pueden tirarle los perros como celebración de happy hours en viernes.
Los Estados -unos más que otros- se han ido esquilmando en la medida que estas prácticas se han perfeccionado en todos los niveles. En una organización social como la nuestra, en la que la función pública no existe como modelo de carrera y la mayoría de trabajadores del Estado -incluidos policías, jueces y militares- están al capricho y favor de los políticos, los funcionarios se deben a quienes los nombran y no al trabajo digno que deberían hacer en beneficio de todos. Es la razón por la que la Ley de Servicio Civil es importante y necesaria: evitar que el poder corrompa al alinearlo con el nombramiento.
La discusión nacional sobre si los diputados deben o no tener un almuerzo diario, seguro de vida, seguro médico, vehículo y otras prebendas, se torna justamente trascendente no tanto por el costo -que ya es alto- sino porque el debate se produce en un espacio ausente de ética y valores. Cuando las autoridades no saben diferenciar lo correcto de aquello otro que es moralmente reprochable, es muy difícil darles el crédito suficiente sobre si serán buenos administradores públicos y eficientes gestores de un presupuesto que se confecciona para alcanzar determinados objetivos sociales.
Es el momento de poner sobre la mesa todas esas cuestiones “nimias” -así han sido calificadas por algunos- que, además de sumar cientos de millones, impiden construir pilares sólidos de comportamiento ético y gestión adecuada, y dejar para siempre de ser una sociedad somnolienta, conformista y pasiva que critica pero que no hace mucho esfuerzo por cambiar las cosas.