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lunes, 26 de julio de 2021

Manual para detectar desastres

El país sigue confrontado porque la lucha de intereses es profunda, y en medio, la corrupción y el narcotráfico hacen fiesta calladamente 

Dos hechos encadenados y sorpresivos sucedieron el fin de semana: la destitución del fiscal Sandoval -y sus declaraciones- y las explicaciones de la fiscal general. Tras la primera, desde vehículos generadores de opinión -como son las redes sociales- se esparcieron mensajes y hashtags; después de la segunda se unieron a los genuinos perfiles críticos otros recién creados, inactivos o anónimos. Los comunicados iban en dos direcciones: el apoyo al ahora exfiscal y la solicitud de dimisión de la fiscal general. Perfumó el ambiente declaraciones de algunos funcionarios USA que suelen hacerse notar en momentos especiales, al igual que hace unos años otros hicieron lo mismo en sentido contrario. Una suerte de activismo demócrata-republicano que suelen aprovechar para sus fines quienes se han tropicalizado en demasía.

El exfiscal Sandoval hizo graves declaraciones contra el actuar del MP y de su titular, y señaló interferencias en ciertas investigaciones, así como persecución y acoso a algunos fiscales. La fiscal general adujo que la FECI no registraba los casos en el sistema del MP y actuaba por su cuenta -según le parecía- sin informar ni seguir las instrucciones correspondientes. Los comentarios se decantaban por aquel que mejor caía porque en las redes no se vio el mínimo atisbo de debate o discusión sobre el fondo de los temas, característica propia de sociedades poco democráticas.

Mientras, yo me ocupaba de terminar un trabajo de “sociales” con mi hija porque la maestra tuvo el “atrevimiento” de pedirle que explicara si Guatemala es un país en construcción. Después de la “bibliografía visual” -producto del intercambio de acusaciones- creo que obtendremos buena nota en la redacción de ese trabajo escolar. Guatemala -esto no lo puso en su redacción- es un país genéticamente caudillista, profundamente visceral y sustancialmente anárquico. La identidad nacional que se proclama de muchas formas está ausente, y la ciudadanía, sin saberlo, reclama -y necesita- permanentemente un autoritario al frente que la ponga en orden, porque es incapaz de tomar las riendas de su propio destino. Las personas siguen siendo más importantes que construir la institucionalidad, y cada vez se ejemplifica más y mejor la basta literatura sobre el rol de las masas.

Con la facilidad del exterminador de cucarachas -y con idéntico sentir- se juzga, condena, destruye o justifica no importa que cosa. Lo trascendente es poder gritar -y fuerte- de vez en cuando, a modo de aquellos desahogos orwellianos del odio. No hay voluntad de contrastar opiniones, de analizar ni mucho menos de escuchar, valorar o identificar razones. Si lo dice “Juan”, y me satisface, enseguida lo tomo como letanía; si es “Pedro” quien lo afirma, sencillamente lo destruyo porque va en contra del mantra ¿Para qué perder el tiempo en buscar la verdad si lo importante es que me acoja el rebaño, o se incrementen los likes?

El país sigue confrontado porque la lucha de intereses es profunda, y en medio, la corrupción y el narcotráfico hacen fiesta calladamente. No queremos razones, porque gustamos de emociones, mucho más irresponsables y menos comprometidas, además de adaptables al momento. Tenemos malos, malísimos gobiernos, pero aquellos que pretenden sustituirlos están absolutamente desubicados, algo que también vemos en esos países con autoritarios emergentes. En el fondo, una sociedad en construcción en la que faltan albañiles, materiales e insumos varios. Nos gobiernan quienes se parecen a nosotros, pero estamos distraídos y muy lejos de hacer una catarsis medianamente sensata y profunda para cambiar porque es más divertido -y revolucionario- tocar tambores, componer letras espantosas, tuitear insultando o distraernos para superar -embolados, como decía el Nobel- la triste cotidianidad. ¡En dos días, hablaremos de otra cosa!

lunes, 19 de julio de 2021

Los ideales de la Revolución Francesa

Poco o nada se habla de la fraternidad y frecuentemente se ignora la necesidad de fomentar y promover la ciudadanía

Celebramos este mes aquel lejano 14 Juillet. Los principios de Libertad, Igualdad y Fraternidad, además de Ciudadanía -quizá tan importante como los otros y necesario para construir el soporte de una democracia- parecieran que no calaron en esta parte del continente. Mientras que en Europa -más tarde que temprano- se asentaron, es momento de preguntarse y reflexionar qué tanto están presente en la realidad latinoamericana, especialmente con la celebración de estos 200 años de independencia.

No hay discurso, debate ni texto político o social que no incluya la libertad y la igualdad. De hecho, este último -la igualdad-, se ha manoseado por activa y pasiva, y quizá hasta desvirtuado de aquel que se promovió en 1789 y que se refirió a una igualdad ante la ley -en derechos y obligaciones- de todo ciudadano. Sin embargo, poco o nada se habla de la fraternidad y frecuentemente se ignora la necesidad de fomentar y promover la ciudadanía, otros de los valores heredados de aquellos sucesos.

Pareciera ser que queremos ser iguales y libres en un mundo en el que no se practique la fraternidad -o no se entiendan y se desarrollen los valores que conlleva- y tampoco sea necesario ejercer la ciudadanía. Ser ciudadano no es si no participar responsable y activamente en el diseño del destino del grupo social al que se pertenece. La contraposición con ser súbdito -justamente lo que intentó destruir la Revolución Francesa- consiste en no dejarse llevar por las decisiones de un poder absolutista, y analizar, debatir, informarse y tomar acción en la dinámica social diaria que desarrolla toda sociedad.

Aquí, por el contrario, pareciera ser que la visión absolutista -o el pensamiento y aceptación del poder de otro- está tan asentada que constantemente se espera a alguien todopoderoso que arregle los problemas que padecemos, y lo aceptamos con sumisión histórica. Cuando se genera el debate, las preguntas más frecuentes son: ¿qué podemos hacer? o ¿quién va a arreglar esto?, que proyectan la sensación de que sea otro quien tome las riendas pero que uno mismo no sea molestado ni implicado. Dejamos nuestro futuro en manos de aquellos a quienes decidimos elegir con inconsciencia e inconsistencia, pero el modelo permite culparlos y lavarnos las manos de nuestra irresponsabilidad, que nos sacudimos. El deporte nacional favorito no es el futbol, como en otros lugares -y quizá por eso el continuo fracaso de la selección- sino la crítica permanente y poco edificante de la realidad nacional -económica, política y social- que dejamos construir a otros por falta de ciudadanía, pero que permite la queja continuada. 

El valor de aquellos revolucionarios de finales del XVIII es que tomaron las riendas en sus manos e impidieron -no sin altibajos- que el absolutismo monárquico los consumiera por más tiempo. Luego, aquella filosofía se extendió por el mundo y el responsable ejercicio ciudadano es la forma de actuar de la mayoría de las personas en países desarrollados. Aquí pareciera que llegó parcialmente el concepto pero no la inercia, y determinadas circunstancias -que ya deberíamos haber superado- nos mantienen todavía como súbditos de un poder que ni siquiera identificamos.

Sobre la fraternidad es más difícil hablar porque para ello es necesario una conciencia nacional de la que carecemos. La historia, desde 1821, ha trazado una autopista de un solo carril por la que únicamente se puede manejar en una dirección, y no todos, así que sencillamente el concepto no se trata. La mala noticia es que como leemos poco, es posible que nos enteremos de todo esto dentro de 100 años, o quizá ni eso.

lunes, 12 de julio de 2021

La permanente crisis nacional

Un discurso manido y manipulador que polariza el debate entre quienes se creen “buenos” y aquellos a los que señalan de “malvados”.

La política es una lucha por alcanzar el poder y aunque no todo es válido, algunos no terminan de entenderlo. De esa cuenta, y desde el inicio de la democracia, los distintos grupos políticos del país han accionado precisamente para llegar al poder, demasiadas veces sin observar requerimientos éticos y morales. Aquello de que el fin justifica los medios sencillamente no ha muerto y en esta administración no ocurren cosas muy distintas a las de años atrás. La diferencia sustancial es que, por primera vez, una minoría de diputados ha tomado el poder con ayuda de varios grupos, y desplazado a la mayoría dominante desde 2008. 

La actual coalición en el Congreso no se ha formado por acuerdos pragmáticos de incidencia social, sino por intereses particulares, algo tampoco distintos a lo que antes ocurría. Años atrás, había que contentar a uno o dos grupos de la oposición PP, LIDER, FCN, etc., pero en esta ocasión -de ahí lo llamativo- la suma de votos requerida para contar con mayoría requiere pactos o sobornos más amplios. 

En este complejo escenario concurren, además, actores fuertemente ideologizados y con aspiraciones no satisfechas. Grupos que pensaban que todo estaba “cocinado” advierten que se les cae el sistema que habían organizado y sustentado. La CC de hace unos años satisfacía a cierto entorno que se considera incólume e impoluto, pero la actual ha cambiado de manos y quienes en estos momentos la apoyan son señalado de corruptos, por aquellos otros puritanos. Un discurso manido y manipulador que polariza el debate entre quienes se dicen “buenos” y aquellos a los que señalan de “malvados”. 

Lo anterior ha coincidido, además, con un cambio de gobierno en los EE.UU., y alimentado esta situación de crisis. Personajes protegidos bajos las enaguas demócratas, recurren a señalar “de corruptos” a quienes no actúan como ellos, además de generar dinámicas confrontadoras y presentarse como paladines de la decencia política. Hay incluso quienes promueven sondeos tuiteros para ver quien debería ser el próximo presidente del país, aunque acotan la selección a sus amigos o promovidos. Una militancia abierta que disimulan pero no terminan de reconocer, y que hace pensar si no la llevaban ejerciendo años atrás, aunque nos confundieran con discursos grandilocuentes y acciones distractoras desde otras instituciones. En el país se acciona de idéntica forma, y surgen igualmente protagonistas que, bajo el paraguas de su función institucional, hacen una clara militancia política -con el correspondiente sesgo ideológico- que se suma a la de los “exiliados”. 

Y es que no terminamos de madurar porque la generación que litiga ha crecido con cierta contaminación histórica que es necesario superar, mientras subyace el enorme riesgo de que se traslade a nuevas generaciones y que sigan actuando con idéntica visceralidad.

Es difícil abordar esta discusión sin ser tachado de “chairo o corrupto” -calificativos de los que me quiero separar- porque en el fondo es producto del desánimo de quienes han perdido determinados anclajes institucionales que manejaban sutilmente, y les permitían contar con cierto poder político o de presión, frente a otros que lo han recuperado y pretenden resarcirse de los vejámenes sufridos en el pasado inmediato.

No entendemos que tenemos un sistema agotado del que no es fácil salir, y 200 años de independencia muestran que no han sido suficientes para ponernos de acuerdo en cuestiones esenciales. La lucha parece continuar mientras mueren niños de hambre, el desarrollo no avanza, el crecimiento económico es insuficiente y la enseñanza lleva dos años paralizada. De la salud mejor ni hablar. De momento seguimos vivos, y con eso nos conformamos ¡Vaya legado el nuestro!

lunes, 5 de julio de 2021

¿Justicia por principios o a la carta?

Al criminal se le vence con la ley en la mano, la acusación sustentada y el juicio público, lo demás son manipulaciones

En 2003, Estados Unidos invadió Irak bajo la justificación de que contaban con armas de destrucción masiva. Tiempo después se supo que nunca las hubo. Acababa de aplicarse la “legítima defensa preventiva”, un constructo semántico que incluía “legítima defensa” pero que no tenía que cumplir con los requisitos de aquella, ya que se podía construir el marco justificativo necesario para legitimarla ¡Claro, solo posible para potencias mundiales!

Poco antes de aquella fecha se había activado el centro de detención de Guantánamo, prisión para “combatientes enemigos ilegales” recluidos por tiempo indefinido y sin derecho a la justicia ordinaria. Años después, un comando militar intervino en Pakistán y “desapareció” a Osama Bin Laden un terrorista sin juicio ni sepultura conocida, aunque no alteró mucho a la comunidad internacional porque había sido señalado por la justicia norteamericana. Pocos días atrás, se publicó un lista que incluye a personas señaladas de corrupción o de pertenecer a estructuras criminales, aunque muchos de ellos no han sido acusados en tribunales. 

Me puedo sumar a la idea de que Sadam Hussein (mantenido en el poder por sucesivas administraciones norteamericanas) era un asesino; Bin Laden un terrorista despiadado, y quienes están en la lista Engels personajes oscuros o delincuentes. Sin embargo, las actuaciones descritas no se enmarcan en el Estado de Derecho al que aspira una sociedad de personas libre que invoca constantemente la observancia de los derechos humanos. La razón de Estado ha sido esgrimida tradicionalmente por los gobiernos para actuar, arbitrariamente y con aparentes visos de legalidad, contra opositores, y fue el argumento de regímenes represores que se acogían a la doctrina de seguridad nacional. Por tanto, no es aceptable condenar la actuación de unos y aplaudir la de otros cuando se hace bajo idéntico esquema argumentativo.

No faltarán quienes desdigan lo anterior con la tesis que hay Estados solidos y democráticos y otros que no lo son, admitiendo lo que hacen los primeros y rechazando idénticas acciones de los segundos. De ser así, están legalizando ciertos prejuicios y arbitrariedades, y justificando la “dictadura buena” o si se quiere el no Estado de Derecho, cuando es aplicado por “un buen Estado”, concepto a todas luces subjetivo e interesado.

El Estado de Derecho requiere de normas generales y universales y no de conceptos propios del “Derecho penal del enemigo”. Al criminal se le vence con la ley en la mano, la acusación sustentada y el juicio público, lo demás son manipulaciones. Un Estado puede negar el ingreso a su país a aquellas personas que el gobierno de turno considere, pero no puede publicar una listado que somete al escarnio mundial a quienes no han sido acusados formalmente, juzgados o condenados. Por cierto, actuación que únicamente hace con extranjeros y no con nacionales porque violaría las garantías constitucionales de sus ciudadanos ¡Cómo si la violación no existiera cuando no lo son!

Se puede entender al poderoso desde la acción política -siempre ideológica- pero nunca justificarla desde la concepción filosófico-jurídica, porque cuando eso ocurre se pierde la razón. A los criminales -y en Guatemala sobran- se les detiene, acusa, juzga y condena, pero no se les vilipendia sin posibilidad de defensa porque no es justificable la lucha por los DD.HH. desde la violación de aquellos. El individuo no tiene que demostrar su inocencia; el sistema debe probar la culpabilidad. Pensar al revés lleva a la destrucción de la democracia liberal y del Estado de Derecho, aunque lo hagan los norteamericanos que son tan justos y correctos a pesar de 1954 o 1982, o lo tomemos como una forma de colonialismo habitual y aceptado