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lunes, 2 de marzo de 2020

Hacer piñata de lo público

Los Estados han ido esquilmando en la medida que estas prácticas se han perfeccionado en todos los niveles

Entre lo público y lo privado hay una diferencia sustancial: la propiedad de lo que se maneja o gestiona. Cuando aquello que se administra es propio, los resultados dependen de la buena o mala pericia en la gestión. Sin embargo, administrar lo público no suele tener un costo directo para quien descuida su quehacer, por lo que no es necesario ser eficaz ni eficiente en alcanzar los resultados que se hayan podido plantear previamente.
Los políticos -de aquí y de allá, como diría Alberto Cortéz- manejan la cosa pública con desfachatez y alegría sin límite, precisamente por la tesis antes indicada. Se asignan vehículos, combustible, asesores, comidas, teléfono, seguro de vida y médico,  comisiones, caja chica -con grandes números- y prebendas similares que duplican o triplican el salario asignado que suele ser el único conocido. No tienen empacho en pactar esos privilegios ni tampoco consentirlos en otros colectivos: organismo judicial, puertos, sindicatos y otras instituciones. Una suerte de pacto de canallas que pagamos los ciudadanos que, desde la economía formal, practicamos valores y principios éticos que deberían regir una sociedad organizada.
Pasar la línea de la ética en lo público es muy sencillo. De una determinada asignación para “representación” -que se debería destinar a atender situaciones difíciles de explicar, pero sencillas de comprender- se termina por aparcar el carro oficial con los guardaespaldas a la puerta del restaurante o bar de copas hasta que el funcionario de turno finalice la hartada o libada correspondiente y así disponga de transporte hacia su domicilio. No hay que dejar de mencionar el vehículo oficial que lleva a los hijos al colegio para que el dignatario o su esposa no pierdan un solo instante y se distraigan de su importante labor o que el chofer asignado les haga la compra del supermercado. A ello hay que sumar los asesores contratados que suelen ser amigos, parientes o compromisos previamente contraídos y el grupo de secretarias a quienes algunos consideran que pueden tirarle los perros como celebración de happy hours en viernes.
Los Estados -unos más que otros- se han ido esquilmando en la medida que estas prácticas se han perfeccionado en todos los niveles. En una organización social como la nuestra, en la que la función pública no existe como modelo de carrera y la mayoría de trabajadores del Estado -incluidos policías, jueces y militares- están al capricho y favor de los políticos, los funcionarios se deben a quienes los nombran y no al trabajo digno que deberían hacer en beneficio de todos. Es la razón por la que la Ley de Servicio Civil es importante y necesaria: evitar que el poder corrompa al alinearlo con el nombramiento.
La discusión nacional sobre si los diputados deben o no tener un almuerzo diario, seguro de vida, seguro médico, vehículo y otras prebendas, se torna justamente trascendente no tanto por el costo -que ya es alto- sino porque el debate se produce en un espacio ausente de ética y valores. Cuando las autoridades no saben diferenciar lo correcto de aquello otro que es moralmente reprochable, es muy difícil darles el crédito suficiente sobre si serán buenos administradores públicos y eficientes gestores de un presupuesto que se confecciona para alcanzar determinados objetivos sociales.
Es el momento de poner sobre la mesa todas esas cuestiones “nimias” -así han sido calificadas por algunos- que, además de sumar cientos de millones, impiden construir pilares sólidos de comportamiento ético y gestión adecuada, y dejar para siempre de ser una sociedad somnolienta, conformista y pasiva que critica pero que no hace mucho esfuerzo por cambiar las cosas.

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