Lo que se puede probar se juzga y el resto es imposible por muy “evidente y claro que parezca” a algunos.
Con poca diferencia temporal se han sentenciado los casos “La Línea” y “Virginia Laparra”. En ambos, hay un antes, un después y una enorme presión que condiciona o desvirtúa la lectura jurídica, y están mediáticamente posicionados lo que dificulta comprenderlos sin sustraerse del filtro de la militancia política, el activismo periodístico o la irracional emoción al ponerse “de parte de…”.
En el caso “La Línea” se inducía desde redes sociales la “necesidad” de una condena para los personajes principales implicados: Pérez Molina y Rosanna Baldetti -aunque había una treintena de señalados totalmente ignorados- y desde el inicio se presionó e incluso dudó de la capacidad del tribunal para sentenciarlos. Sin embargo, las tres juezas explicaron detalladamente las razones de su decisión y apreciaron ciertos delitos, condenando a determinadas personas y absolvieron a otras. Sintetizo lo que manifestó la jueza presidente: hay hechos que no se pueden evitar y otros que no se deben suponer, pero el prejuicioso ciudadano no está dispuesto a comprender -o le cuesta- que la verdad judicial no siempre coincide con la verdad real o incluso con lo que presenta el sistema mediático. Lo que se puede probar se juzga y el resto es imposible por muy “evidente y claro que parezca” a algunos.
El caso de Virginia Laparra fue similar. También desde temprano se presentó mediáticamente como persecución política o manipulación judicial; un juicio que había que anular y liberar a la encartada. Sin embargo, la jueza razonó y concluyó que efectivamente hubo un delito continuado de abuso de autoridad, por mucho que se cuestione lo contrario, o no guste la condena ¡Dura lex, sed lex!
En dichos casos, la opinión publicada y la narrativa difundida, quedaron desvirtuadas -al menos parcialmente- y las juzgadoras explicaron detalladamente sus razones. Otra cosa es querer comprenderlo, más allá de la emoción imprimida -cuando no el frenesí-, por personas y organizaciones que, en ambos casos, tienen condicionantes ideológicos o políticos, y en menor medida genuino interés judicial.
Las redes y la militancia mediática nos han habituado a ser jueces, abogados, doctores -durante la pandemia- o catedráticos universitarios. Cada cual tiene su opinión -racional o inducida- y no asumimos que solemos carecer de información -y formación- suficiente para aceptar que aquello que “se nos ocurre” no suele ser la verdad. Somos, además, una sociedad muy crítica pero poco autocrítica, y perfeccionamos a diario la capacidad de señalar lo que otros hacen sin advertir lo que nosotros hacemos. Una especie de soberbia social que la democratización de las redes ha alimentado en la medida que hemos puesto “nuestra tribuna” a la par de tribunas más cualificadas.
Se señala, con razón, el sistema y se reclama la República añorada -mensaje ahora de moda y en boca de quienes nunca utilizaron tal palabra- sin entender ni aceptar que en ese modelo republicano las instituciones son lo importante, que es precisamente lo que se cuestiona con la presión individual -o de grupos- que se pretende imponer por encima de aquellas.
Cambiar las cosas implica modificar el modelo, pero también aceptar que la fricción, la polarización, la venganza ideológica y otros factores presentes en esta sociedad, no son razones que sustenten la búsqueda de objetivos sociales comunes. Seguimos enfrentados porque es mentira que busquemos un pacto social; únicamente pretendemos posicionar nuestro interés. La venganza se confunde con la justicia y no somos capaces de abandonar ese círculo pernicioso que muchos alimentan desde adentro o del exterior.
Seguimos siendo manipulados e incapaces de formarnos una opinión propia y cualificada, y bailamos, como casi siempre, al ritmo que otros imponen.
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