En todos los países hay analfabetas, manipulados, irresponsables o ausentes del sistema que votan sin consecuencias directas para ellos
La democracia se basa en la toma de decisiones por mayoría, pero sin vulnerar los derechos de las minorías, aspecto que suele olvidarse al reflexionar sobre el concepto. De tal cuenta, cuando una sociedad debe de elegir autoridades, refrendar ciertas iniciativas o seleccionar alternativas sobre cuestiones de interés general, se convoca una consulta o referéndum y la ciudadanía vota.
Al menos dos cuestiones son de interés en relación con el voto: el valor y la trascendencia del mismo. Respecto del primero, es incuestionable que todos tiene el mismo valor -salvo que cambiemos el modelo- porque no importa la calidad de la persona que deposita el papel en la urna. El votante puede tener mayor o menor capacidad de comprender lo que hace, al igual que diferente intención, responsabilidad, libertad, etc., pero el modelo social adoptado es uniforme e igual. En lo que concierne a lo segundo -la importancia- el ciudadano no siempre es consciente de que su voto realmente elige -o selecciona si lo desea- entre las opciones que le presentan. Salvo un fraude -que los ha habido- el conteo de los votos, que suele ser ampliamente supervisado, determina el ganador.
Por lo tanto hay principios sobre los que reflexionar, y muy seriamente. Si una mayoría no delega el poder ciudadano a través del voto, el ganador no se proclama. Si aceptamos que tenemos una democracia igualitaria, porque así previamente lo determinamos, no podemos quejarnos del voto no informado de otros. Si el sistema es clientelar y hace que los votantes se adapten complacientemente -porque reciben prebendas del candidato- hay que prestar atención y crítica al ciudadano acomodado y no exclusivamente al político. Si los votos valen lo mismo, deberíamos exigir que la responsabilidad también fuese idéntica y no exculpar de ella a determinados grupos por razones diversas. Si no vota, otros decidirán por usted, por lo que la abstención fortalece el valor del voto de quienes participan. Si hace uso de todas las opciones, incluido el voto nulo, estará dentro de la normativa vigente que, aunque sea mala, es la herramientas con la que se puede colaborar pacíficamente al cambio, y a construir el futuro.
No es de recibo justificar la inacción sobre la base de postulados que no pueden modificarse, porque se minaría la esencia de la democracia liberal. En todos los países hay analfabetas, manipulados, irresponsables o ausentes del sistema que votan sin consecuencias directas para ellos, pero no es factible un cambio al respecto sin romper el principio de igualdad. Es debatible, sin embargo, el valor del voto en el extranjero, especialmente de quienes no pagan impuestos en el país o residen permanentemente o por más de un determinado tiempo en otro. Igualmente es discutible que quienes están voluntariamente fuera de la formalidad económica deban ser sujetos de los mismos derechos -toda vez que eluden responsabilidades- respecto de quienes participan plenamente, aunque poco más que eso.
Hay muy poca educación en responsabilidad ciudadana y civilidad, pero especialmente en asumir las consecuencias de las decisiones que cada quien toma libre y voluntariamente. Nos acostumbramos al asistencialismo estatal y a sobrevalorar la capacidad de los políticos para que decidan por nosotros.
Cuando es electo un narcotraficante, un criminal, un delincuente, un corrupto o un imbécil -de esos hay más- no es culpa de ellos, sino del elector. No hay que mirar la oferta política, sino mirarse a un espejo y preguntarse: ¿por qué elegimos a ese personaje?, ¿qué clase de sociedad conformamos? Las malas decisiones políticas no nos hacen víctimas, sino victimarios.
¡Vamos, que hace falta más autocrítica madura y menos lloriqueo infantil!
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