Pareciera -y muchos votantes lo aceptan- que los apellidos paternos validan ciertos perfiles, al margen de la capacidad del individuo
El proceso electoral en marcha está repleto de candidatos “hijos de…”. Teóricamente, la revolución liberal separó lo político de lo familiar (Jaime, 2000), y estableció una distancia entre lo político, propio del ámbito público, y lo familiar y personal parte de lo privado. Sin embargo vemos en las papeletas a Zury Ríos, Bernardo Arévalo, Roberto Arzú (ahora su hijo como 3ª generación), las Torres, los Baldizón, los Morales (Jimmy), los Rivera, los Blanco (hijo de Orlando Blanco), los Cabrera (vástago del vicepresidente Cabrera), entre otras muchas dinastías chapinas.
Y quienes no tiene hijos, o todavía son pequeños, incluyen sin pudor en los listados a sus hermanas, padres, yernos, cuñadas, primos o asesores. Normalmente La familia se extiende verticalmente en el tiempo por lazos sanguíneos y lateralmente por lazos sanguíneos y matrimoniales (Balmori, 1994), pero aquí se ha estirado a concubinas, novios, queridos, parejas con derechos, amantes, bellezas esculpidas con fondos públicos y especímenes similares ¡Qué más da! Y no sea incauto ni se deje engañar, no lo hacen por Guatemala, por el desarrollo, por “nuestra gente” ni por razones similares, sino única y exclusivamente por ellos mismos, por su ego, por caraduras, y porque no han entendido que los hijos no deberían ser una prolongación en el tiempo para resolver frustraciones, reivindicar éxitos, o suplir carencias de los padres, sino personas propias y no extensión de sus progenitores.
La política nacional se ha convertido en una especie de mancebía en donde lo inimaginable tiene cabida, y pasamos de los matrimonios estratégicos del medioevo a élites endogámicas, una especie de ecosistema político-cultural por reproducción incestuosa. Mientras en las empresas privadas es tendencia dejar a un lado la inmediata sucesión familiar y sustituirla por la capacidad de gestión de alguien externo, en lo público ocurre lo contrario. El principio de Peter se ignora y la falta de formación y de méritos para ocupar puestos en la administración, crea la obligación de buscar trabajo a familiares, amigos, colegas o mancebos (normalmente inútiles o no competitivos) en una sociedad en la que lo estatal es un botín sindical o político que perpetúa plazas, privilegios y depredadores.
Tal y como evidencia la publicidad electoral, somos caso de estudio para las teorías propuestas por Carl Gustav Jung y Freud sobre los complejos de Electra y de Edipo, marcadamente peligrosos cuando se trasladan a la gestión pública. Infancias inmaduras, adolescencias perdidas o adultez por definirse, pero con alto grado de frustración y dependencia emocional de sus progenitores, de los que no rompen -más bien reconstruyen- el cordón umbilical. Padres e hijos se encadenan en el tiempo, y se conforma una traumática oligarquía política con profusa presencia de parientes -inútiles o inexpertos la mayoría- en puesto de elección popular.
Pareciera -y muchos votantes lo aceptan- que los apellidos paternos validan ciertos perfiles, al margen de la capacidad del individuo quien a veces ni siquiera aparece en la coreografía o la narrativa del discurso electoral. Demasiados de esos familiares carecen de experiencia en gestión pública o no han trabajado en su vida en algo productivo, y cuando lo han hecho han sido mediocres, poco exitosos o fracasados, de ahí su salto a la política. Con ese paupérrimo curriculo pretenden ocupar altos puestos de gobierno, luego no nos quejemos de que las leyes son un desastre, el debate un griterío de burdel y no de parlamento o sus acciones estén alejadas de principios y valores éticos que seguramente nunca conocieron y menos practicaron.
Ese es el panorama electoral 2023 sobre el que tiene la responsabilidad y el poder de decidir. Ignoro si lo había advertido.
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