Si la clase política determina el famoso salario mínimo, parece oportuno que cada puesto público este pagado en función de una cantidad de esos salarios
Tenemos a los funcionarios mejor pagados de parte del mundo. Algunos, como el binomio presidencial, están situados el top de los que más cobran, igual que los magistrados de las altas cortes. Esto no sería una queja -y vergüenza- de no ser porque en el país hay personas que se mueren de hambre, un altísimo porcentaje de desnutrición crónica y pobreza, además de no haber proporción entre lo que el político considera que debe de percibir un trabajador como salario mínimo y lo que él se receta.
Alcaldes, jueces, registrador de la propiedad, mesa directiva del Congreso, y otros personajes, devengan excesivo dinero público y no siempre con el salario nominal que declaran, también con diferentes prebendas: gastos de representación, vehículos oficiales, escoltas, servicio doméstico, seguros médicos, teléfonos, aparatos electrónicos, antejuicios, fondos privativos, bonos y un etcétera inimaginable. La mayoría declara impuestos por el salario que suele ser pequeño, el resto son beneficios extraordinarios disfrazados de distintas formas. Al pelo aquella frase de El Padrino: “Nuestros hombres están bien pagados. Su lealtad se basa esto”.
Esta moral pública podrida, promueve una cultura que llega a los más recóndito de la organización ¿Por qué no robar una medicina del hospital, o pelear por un bono extraordinario, utilizar el vehículo oficial para llevar a los hijos al colegio, si todos los hacen? O genera un cierto conformismo: “no fui yo quien diseñó así las cosas”, y olvida que las puede corregir y nada hace por cambiarlo.
Si la clase política determina el famoso salario mínimo, parece oportuno que cada puesto público este pagado en función de una cantidad de esos salarios, y no de otra forma. Se puede entender que haya pluses por responsabilidad o riesgo (policía, ejercito o instituciones penitenciarias), por especial responsabilidad (ministros o cargos similares), pero han hecho de la excepción la regla en la fijación de los emolumentos. Basta con analizar pactos sindicales y ver la cantidad de extras y bonos gremiales, amén de otras prebendas.
Los cambios importantes se hacen al llegar, y ahora que inicia una nueva administración es un buen momento para poner sobre la mesa el debate nacional del salario del funcionario, y del resto de privilegios asociados. No podemos quedarnos en lo “anecdótico” del almuerzo en el Congreso -que se arregla parando una hora para almorzar, como el resto de los trabajadores, o poniendo una cafetería- sino que se debe de profundizar en esas prácticas mañosas de dietas, viáticos, gastos varios y privilegios.
En lo que respecta el seguro médico, también es muy simple: el que lo desee -como hacemos quienes les pagamos su salario- lo cubre con sus ingresos, o ahí está el IGSS, ese que ofrecen al resto de trabajadores privados y públicos, aunque tampoco paguen la cuota correspondiente.
En relación con los vehículos oficiales, no hay pierde: cuando se vean transportando güiros al colegio, en supermercados, con luces detrás del funcionario va en bicicleta pedaleando o en lugares que no son de trabajo, se les quita y sanciona, porque gastan recursos públicos que deberían utilizarse en otras cosas. Es más, hay que suprimir el famoso vehículo oficial a la mayoría y que vayan en carro particular -como el resto- y verán como eso es un incentivo para promover el transporte colectivo. De la protección que reciben por parte de policía, mejor dedicarle otro capítulo.
La ética -Savater- inicia por uno mismo y no hay que esperar a que otros lo sean que uno comience. Y es muy sencillo: solo hay que dar ejemplo, y exigirlo.
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