Un dictador de pasarela que únicamente comparte con sus homólogos regionales el deseo absoluto de poder, el espíritu criminal y el origen político en un partido de izquierda
El camino que traza Bukele en El Salvador conduce inevitablemente hacia una perpetuación en el poder, algo que se percibía desde hace tiempo. Los autoritarismos suelen surgir por diversos factores, destacándose especialmente tres: hartazgo ciudadano, motivado por múltiples y diferentes razones, oposición política desunida e ineficaz, y elevado nivel de analfabetismo político ciudadano que prefiere sacrificar la libertad en favor de una "supuesta seguridad" que sólo beneficia al dictador y a su entorno.
El caso de Bukele es particular y no encaja con los tradicionales moldes de líderes autoritarios de América Latina, como lo son el viejo asesino revolucionario cubano, el locuaz conductor de bus venezolano, el indígena acosador de menores o el sociópata violador nicaragüense. Se trata de una nueva ola de autoritarismo representada por una figura moderna -cool- que cuida su imagen, comunica eficazmente a través de las redes sociales y proyecta una apariencia moderna y dinámica. Un dictador de pasarela que únicamente comparte con sus homólogos regionales el deseo absoluto de poder, el espíritu criminal y el origen político en un partido de izquierda.
Este liderazgo autoritario surge de una izquierda sosa, reinventada e incapaz de vender su desgastada ideología que adopta la versión populista para confundir, adaptarla a un público del siglo XXI, y evitar así el enfrentamiento con los tradicionales ideólogos, que todavía existen. Se reinventa en su forma, y su penetración en el poder se asemeja a una inyección que entra lentamente, casi imperceptiblemente, sin oposición, lo que contrasta con el impacto brusco y rechazado de los golpes de estado tradicionales.
Con el tiempo, el miedo se convierte en la herramienta de control: temor a hablar por riesgo de detención, a publicar por posibilidad de cierre del medio o a realizar entrevistas críticas por la amenaza de expulsión del país. Esa receta se adereza con modernas y coloridas justificaciones promovidas en diferentes redes sociales por demagogos profesionales. Y aunque después de más de tres años de estado de excepción los ciudadanos piensan a menudo que todo volverá a la normalidad, lo que experimentan es un cambio del crimen común a otro político de cuello blanco, en el que la disidencia se torna cada vez más difícil, y lo que antes era temor a pandilleros tatuados se torna en miedo a funcionarios elegantemente vestidos y sonrientes.
Da la impresión de que la humanidad no aprende de su pasado ni de los tropezones de otras sociedades. Repetimos la historia una y otra vez cometiendo los mismos errores; parece que desaprendemos más de lo que aprendemos, repitiendo errores del pasado que ya deberíamos haber superado. Hitler utilizó la ley habilitante para concentrar poderes, Chávez replicó esta táctica ochenta años después, y ahora lo vemos de manera más sutil en El Salvador. Antes de que termine el año, es probable que Xiomara Castro, con Zelaya al frente, intente algo similar en Honduras, en una especie de nueva versión del fallido golpe de años atrás.
Mientras tanto, las democracias, aunque imperfectas, observan silenciosamente, y consienten o no responden con la determinación esperada. Los populistas expanden su dañina filosofía que, aunque alabada por algunos ciudadanos y candidatos, rara vez invita a migrar hacia esos paraísos prometedores. Esos "nazistas cool" saben que los demócratas no actuarán en su contra, y aseguran su permanencia en el poder por décadas.
Vivimos en un mundo absurdo, y argumentando la defensa de valores democráticos desde la libertad sin responsabilidad, terminamos socavándolos nosotros mismos en nombre de esos principios que decimos abanderar.
¡Se puede ser tonto, pero no tanto!