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lunes, 8 de diciembre de 2025

Absolutismo reciclado

Biden concedió 4,245 perdones y clemencias en 48 meses (incluida toda su familia); Obama, 1,927 en 96 meses; Trump, 238 en 47.5 meses (incluyendo su primer mandato).

Se suele enseñar, con cierto triunfalismo pedagógico, que la caída de las monarquías absolutas inauguró un mundo moderno basado en la igualdad ante la ley, la separación de poderes y la eliminación de privilegios hereditarios. Una lectura más sobria, pero sobre todo menos ingenua, sugiere otra cosa: se destruyeron los tronos, aunque los privilegios simplemente cambiaron de destinatarios.

La teoría política lo reconoce desde Weber hasta Bobbio: las élites, independientemente de la ideología que profesen, tienden a preservar los mecanismos que aseguran su permanencia en el poder. La Revolución rusa ofrece un ejemplo escolar del fenómeno. Mientras el discurso apelaba a la emancipación de las masas, la estructura resultante reprodujo -con precisión casi paródica- los rasgos de la autocracia zarista. Orwell lo sintetizó con ironía brutal en Rebelión en la granja: los cerdos no solo ocuparon la casa del amo, sino que restablecieron, bajo nuevos nombres, las mismas jerarquías que habían denunciado.

Occidente, más pulcro en las formas, optó por un continuismo más sofisticado. Las repúblicas incorporaron al presidencialismo atribuciones de raíz monárquica -antejuicio, prerrogativas fiscales, indultos y facultades cuasi absolutistas- justificadas bajo la retórica del equilibrio institucional. En realidad, operan como mecanismos de blindaje político, una suerte de aristocracia republicana con protocolo constitucional.

En este contexto, el reciente indulto del presidente de EE.UU. al expresidente hondureño condenado por la justicia estadounidense, plantea un problema normativo evidente: ¿cómo reconcilia una democracia su defensa del “rule of law” con la potestad unilateral de borrar una condena firme? Esa tensión existe desde los Federalist Papers, pero en la práctica se resuelve de manera simple: se ejerce porque se puede. El dilema se agrava cuando quienes otorgan tales perdones son los mismos que vigilan, sermonean y califican los sistemas judiciales de otros países -incluido el guatemalteco- bajo estándares cuya consistencia analítica es, siendo generosos, intermitente. 

La ironía se vuelve empírica cuando se observan los datos oficiales de la Office of the Pardon Attorney: Biden concedió 4,245 perdones y clemencias en 48 meses (incluida toda su familia); Obama, 1,927 en 96 meses; Trump, 238 en 47.5 meses (incluyendo su primer mandato).

Lo interesante no son los números, sino la cobertura. La indignación se activa por afinidad política, no por coherencia normativa. Si el hecho es idéntico pero cambia el autor, la evaluación varía radicalmente, contradiciendo el principio básico liberal de juzgar la acción y no la identidad del agente. Nada nuevo: Aristóteles advertía que la democracia puede degenerar en demagogia cuando las pasiones sustituyen a la razón pública. La asimetría mediática también es objeto de estudio. No porque la crítica a Trump sea injustificada, sino porque el escrutinio varía según el sujeto, no según la conducta, lo cual contradice la más elemental ética periodística. Pero esa información rara vez llega al público, quizá porque los datos interrumpen narrativas más cómodas.

Casos como el retorno a México del general Cienfuegos, acusado de narcotráfico, o la liberación y repatriación del venezolano Alex Saab mediante un canje bilateral ilustran, asimismo, cómo la justicia internacional se vuelve instrumento de geopolítica, más que de imparcialidad jurídica. A ello se suman los protegidos que, tras colaborar con la justicia estadounidense, ingresan en un limbo legal donde sus países no pueden procesarlos y Estados Unidos los da por juzgados.

El resultado es una justicia -aquí y allá, antes y ahora- penetrada por razones de Estado, subordinada a intereses ejecutivos y moldeada por reglas que recuerdan, más de lo que quisiéramos admitir, a las prerrogativas monárquicas absolutistas. La modernidad institucional prometió superar esos vicios; la práctica política demuestra que, en muchos casos, solo cambió el decorado.

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