El salario mínimo se convierte en una herramienta simbólica de dominación política, no en un instrumento eficaz de política social.
Los argumentos utilizados para justificar el incremento del salario mínimo por cierta parte del arco político nacional, su coro en redes sociales y no pocos opinadores de sobremesa se han sostenido en una premisa aparentemente incuestionable: la necesidad de que el trabajador cuente con suficientes recursos para hacer frente al costo de la canasta básica. Un razonamiento simple, emocional y eficaz que evita deliberadamente cualquier análisis económico serio. Se trata de un argumento manipulado -y manipulador- que, por su envoltorio moral, arrastra adhesiones automáticas sin mayor reflexión.
Aceptémoslo, con el mismo entusiasmo con el que se aceptaría pulpo como animal de compañía, y planteemos una pregunta elemental: ¿cómo se justifica que un trabajador de maquila perciba Q600 menos que otro que realiza labores no agrícolas? Ambos utilizan el mismo transporte -o carecen de él-, viven en los mismos barrios, enfrentan idénticos precios en alimentos, vivienda y servicios, y comparten condiciones de vida similares. Si el problema fuera la canasta básica o el poder adquisitivo, la diferenciación carecería de sentido.
Pero el debate no gira en torno al costo de la vida, sino en torno al poder. Un pulso político dirigido contra el sector empresarial; un ejercicio de autoridad destinado a mostrar quién manda y qué ideología marca la pauta. El salario mínimo se convierte en una herramienta simbólica de dominación política, no en un instrumento eficaz de política social. Y como suele ocurrir con estas demostraciones de fuerza, el daño colateral recae sobre quienes lo tienen más difícil.
La mayor parte de las grandes empresas formales pagan salarios por encima del mínimo legal, y no son las que sienten directamente el golpe. El impacto real lo absorben pequeñas y medianas empresas que sobreviven con márgenes estrechos y cuentas ajustadas a fin de mes. Empresas de cinco o seis trabajadores que ven incrementados sus costos hasta el punto de perder competitividad, reducir servicios o desistir de la formalidad. Para ellas, cualquier aumento -por simbólico que parezca- puede ser la diferencia entre seguir operando o desaparecer.
A ello se suma un efecto documentado e ignorado: el aumento de salarios incrementa la masa monetaria en circulación, eleva el consumo y, por tanto, la demanda. El resultado es un aumento generalizado de precios que se extiende por toda la economía. Seis meses después, el poder adquisitivo del “salario mejorado” se ha diluido; al cabo de un año, el trabajador compra lo mismo que antes, pero con menos empleo formal. Y entonces, con puntualidad casi ritual, el debate se reabre con idéntica intensidad ideológica y el mismo vacío de resultados.
En realidad, la discusión de fondo descansa sobre dos pilares incómodos. El primero es la anulación de la libertad de contratación: el todopoderoso gobierno decide qué salario es “justo”, independientemente de la productividad, la realidad del mercado o la voluntad de las partes. El segundo es la hipocresía estructural de quienes impulsan estas alzas: políticos que jamás han creado una empresa, activistas sostenidos por ayudas públicas o diputados que duplicaron su salario hace unos meses y buscan una improbable “reconciliación” con sus votantes. Demagogia en estado puro, amplificada en redes sociales por voceros entusiastas, ignorantes supinos, cegatos ideologizados y manipuladores subvencionados.
El salario mínimo, presentado como un acto de justicia social, funciona realmente como una coartada política: excluye a los más pobres del mercado laboral, asfixia a las pequeñas empresas, encarece el costo de la vida y preserva los privilegios de quienes legislan desde la comodidad del sueldo asegurado. La demagogia se disfraza de compasión, engaña a muchos y deja la factura a quienes no tienen cómo pagarla.
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