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lunes, 19 de agosto de 2019

Animosidad que predispone

Seguimos embelesados con lo que pudo ser y no fue e ignoramos la realidad que está a 180 grados

Está demostrado que la política es más visceral que racional. Sin embargo, cuando se trata de elegir a quienes van a dirigir la nación, administrar lo público, gestionar miles de millones y tomar decisiones que nos afectan, la razón debería tener más protagonismo, aunque casi siempre se olvida.
Nos acostumbramos a liderazgos o formas de ser que nos gustan o coinciden con nuestra manera de pensar. Hay quienes prefieren al atrevido, otros al prudente e incluso algunos se decantan por actitudes autoritarias, y también hay espacio para los anárquicos. Y cuando por medio de elecciones democráticas o procedimientos legalmente establecidos se sustituye a la persona que nos gusta, esas emociones se destapan y comienza una irracional persecución o crítica contra quienes son distintos a aquellos que simbolizaban nuestras preferencias. 
Vivimos, por partida doble, uno de esos momentos. Percibo una actitud crítica continuada a la labor del Ministerio Público porque la nueva fiscal general no convoca conferencias de prensa o luce tan mediática como su antecesora, algo que también le sucedió a aquella cuando sustituyó a Paz y Paz y tuvo que superar el momento ya olvidado. Vivimos un proceso de adaptación a nuevas formas y modos pero en lugar de apreciar la eficacia de la labor -a través de los casos que salen a la luz- nos preocupa más la ausencia del ruido de la rueda de prensa, de la presencia en medios de comunicación o extrañamos la sensación de ver a otros esposados, detenidos o perseguidos ¡Nos agrada más el ruido que las nueces! 
Algo similar ocurre con el Presidente electo. Algunos no gustan de sus formas o modos aunque no advertimos que quizá los nuestros no sean muy diferentes. Se ha decidido, democráticamente, a quiénes poner al frente del país en los próximos años y seguramente muchos hubiesen preferido que las cosas sucedieran de otra manera, pero las reglas de juego determinaron lo contrario y hay dos formas de convivir con esa endémica preocupación: aceptar el sistema democrático y sus resultados viendo como optimizarlo -aplicar la razón- o desacreditarlo continuamente con fútiles cuestiones que impiden el avance del país -actuar con emoción-. Pareciera que seguimos embelesados con lo que pudo ser y no fue mientras ignoramos la realidad que está a 180 grados.
En 1975 España era una dictadura; en 1976 una monarquía. Se legalizaron los partidos políticos, entre ellos el comunista y el socialista, y la reacción no se hizo esperar tras 36 años de régimen autoritario. Vencer la inercia no fue fácil y, sin embargo, 15 años después, sobresalían positivamente los indicadores sociales, económicos y políticos. Si aquellos gachupines supieron hacerlo quizá heredamos esa mostrada capacidad o, si rechazamos a los invasores, demostremos que somos capaces de superarlos y hacerlo mucho mejor que ellos.
Estamos en un momento de cambio que la ciudadanía anhelaba y hay una oportunidad para retomar el rumbo de forma correcta; diferente a como se venían haciendo. Es hora de mostrar -y conceder- confianza, de apostar por el desarrollo, por la nueva política. Tiempo de mirar cómo se pueden promover inversiones, generar dinámicas propositiva y alejarse de la crisis. Ello requiere de inteligencia emocional adecuada y reflexión sensata, más allá de continuar con la polarización en la que caímos -o a la que nos llevaron- que ha demostrado no ser útil. Llevamos demasiado tiempo adormilados en un inútil pasado y anclados en confrontaciones permanentes que trascienden generaciones perdidas. Aprovechemos la oportunidad, convoque el nuevo Presidente una mesa de consenso y definamos acuerdos, o demos un paso al lado si carecemos de fuerzas, ganas o confianza.

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